SOCIEDAD
PERFIL: 30 AOS DE PERIODISMO

Tirando argentinos

La diáspora argentina pasó por varias etapas. Hubo exilio político durante los años del ominoso Proceso y, luego, durante las hiperinflaciones de Alfonsín y de Menem. Un devastador pico volvió a producirse en 2001 cuando pareció que la Argentina se licuaba en la furia y la desesperanza.

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OTROS ADIOSES. Adems de la huda por persecucin poltica, las crticas condiciones laborales en democracia expulsaron del pas a muchos compatriotas. | Cedoc
¿Qué hacés aquí? –le pregunté. Era 2003 y yo estaba en México DF para la presentación de mi libro sobre el Che. El era un joven argentino de buen aspecto, luego supe que había estudiado en colegios privados y abandonado por la mitad una promisoria carrera universitaria. Pero estaba allí, sirviéndome como mozo en un hotel tres estrellas en la capital mexicana.
—Yo quería ir a Madrid pero no me alcanzó la plata.

El impulso fue irse. A cualquier lado. Centrifugado hacia donde alcanzara la plata. Pero irse.

Durante los últimos treinta años la diáspora argentina ha pasado por varias etapas. Hubo exilio político durante los años del ominoso Proceso de Reorganización Nacional y, luego, durante las hiperinflaciones de Alfonsín y de Menem, las críticas circunstancias económicas volvieron a empujar a muchas y a muchos más allá de nuestras fronteras. Un devastador pico volvió a producirse en 2001 cuando pareció que la Argentina se licuaba en la furia y la desesperanza.

Destierro o exterminio. Yo partí al exilio en agosto de 1976 con mi entonces esposa, Susana, y nuestras hijas Camila, de ocho años y Agustina, de seis. El lugar elegido (?) fue Madrid porque providencialmente iba a publicarse mi novela Copsi en una editorial nueva que tuvo poca vida, “Sedmay”. Llegamos y nos acomodamos en dos ambientes del Torre Renta, un apart hotel de la calle Capitán Haya, en lo que entonces era el extremo norte de Madrid. Así comenzó nuestro exilio.

El exilio, sea por razones políticas o económicas, es siempre una experiencia traumática en la que el individuo es forzado a dar un paso no deseado que cambiará radicalmente su existencia. Fue nada menos que Dios quien inauguró este castigo cuando expulsó a Adán y a Eva de su lugar natural, el Paraíso. “El destierro es una cruel forma de punición debido a un comportamiento incompatible con el orden establecido por un poder omnipotente-arbitrario-represivo, es (a veces) una alternativa (preferible) a la exterminación física como medio para eliminar los elementos indeseables que existen en determinada comunidad. El exilio es un “gesto” que para los entes políticos es siempre conveniente ya que es utilizado como manera de liberarse de individuos indeseables sin necesidad de encarcelarlos o aniquilarlos y sin sufrir toda la repercusión a la que esta solución conllevaría” (Raúl E. Moreno).

Fue ésa una estrategia de la dictadura cívico militar que asoló nuestra patria entre 1976 y 1983, combinada con el exterminio de opositores por medio de la desaparición forzada.

La religión fue la principal razón del exilio en tiempos medievales, como fue el caso del éxodo judío, y la disidencia política se convirtió en la más importante causa en tiempos modernos. La formación y consolidación del Estado moderno, combinado con la proliferación de corrientes ideológicas en los siglos XIX y XX, no solamente ha incrementado el número de emigrantes políticos sino que ha adicionado más complejidad a un problema complejo ya por naturaleza.

Cualquiera sea el país de destino o el bagaje profesional o laboral anterior con que lo enfrente es un quiebre en su proyecto de vida. Es la pérdida del espacio familiar, social y cultural en el que se desarrollaba su vida; es la adaptación forzada a un medio desconocido y no elegido; el aprendizaje de un nuevo idioma, aunque se trate del castellano hablado en España, lo que implica la dramática pérdida de la sutileza en la expresión oral tan necesaria para maniobrar en una situación como ésa; el esforzarse por comprender y acomodarse a las minucias del nuevo entorno. En nuestra historia del siglo XIX fueron frecuentes los destierros como decisiones del poder: fue desterrado Rivadavia cuando cayó el Primer Triunvirato; Dorrego cuando cuestionó al director supremo Pueyrredón su complicidad con la invasión portuguesa-brasileña a la Banda Oriental; Madame de Perichón, la amante francesa de Liniers, por promover cantos obscenos en contra de Fernando VII.

He aquí una de las leyes más penosas de la condición del exiliado: su tiempo, aguijoneado por la ansiedad por hacerse un lugar bajo ese sol extraño, no es el mismo que el de los locales. Eso hará que cometa equivocaciones que le jugarán en contra, haciéndolo fracasar en algunos de sus propósitos: alguna llamada telefónica sobrante, un regalo a destiempo, una simpatía sobreactuada que acentúan la natural desconfianza del local ante el extraño. Suele suceder que las personas en quienes se confiaba para echar raíces, generalmente el amigo de un amigo o pariente, suelen evaporarse al calor de la afligida zozobra del desembarcado. Luego éste aprenderá, en el mejor de los casos, a contar hasta diez antes de cada paso.

Pero lo más dramático es la pérdida o, al menos, la licuación de la identidad. Porque ésta se constituye especularmente en función de lo otro. Así como el bebe reconoce su otridad, el sí mismo, en la mirada de la madre, en el exilio dicho espejo se astilla por la falta de los ruidos, los olores, los sobreentendidos, los hábitos, todo aquello que nos constituye como personas correspondientes a un lugar y a un tiempo. Según Juan C. Carrasco, exiliado chileno de Pinochet: “La cotidianidad consiste en la unidad inseparable del hombre y de la calle por la que camina, del café donde toma un trago, de las informaciones que recibe, de las relaciones que establece. Cotidianidad que es a la vez una percepción y vivencia de la experiencia compartida en un mundo compartible grupalmente. Cotidianidad que supone continuidad de tiempo y espacio, repetición de significaciones, reconocimiento de sí y de la propia experiencia, sin cortes ni rupturas”.

Tango y mate (amargo). El intento de cicatrización de esos cortes y rupturas me transformó en un obsesivo escuchador de tangos, bebedor de mate, lector de autores nacionales, aficiones mucho más débiles o inexistentes en Argentina. A esto también se debió que muchos exiliados en Castilla, Valencia o Andalucía (en Cataluña el proceso fue otro) se aferraron obstinadamente a continuar hablando el idioma propio sin ceder al “tú”, al “vosotros” o a la distinta acentuación verbal (“tomá” en vez de “toma”) y construyeron con otros desterrados un mundo cerrado en el que, por ejemplo, se seguía con indesmayable pasión el campeonato de fútbol argentino.

Una dificultad es la de tener siempre pendiente el regreso, la convicción de que el futuro transcurrirá en su lugar de origen, que el destierro es sólo provisorio. Ello impide comprometerse con proyectos afectivos o laborales en el nuevo escenario vital, lo que crea una paralizante sensación de no pertenecer a ninguna realidad, como colgar ingrávido sobre el océano Atlántico. Situación que puede extenderse a lo largo de muchos años, a veces sin posibilidad de solución a lo largo de una vida entera.

Son frecuentes los casos en que ante la certera posibilidad de un logro en el lugar del exilio, lo que implicaría una certera y promisoria posibilidad de arraigo, se ponen en marcha mecanismos inconscientes de saboteo (olvido de citas, comentarios inconvenientes) que hacen fracasar dicha oportunidad.

Sobre eso escribió Ortega y Gasset, a raíz de su refugio en Buenos Aires de los horrores de la España franquista: “El desterrado siente su vida como suspendida, “exul umbra”, el desterrado es una sombra, decían los romanos. No puede intervenir ni en la política, ni en el dinamismo nacional, ni en las esperanzas, ni en los entusiasmos del país ajeno. Y no tanto porque los indígenas se lo impidan sino porque todo lo que en derredor acontece le es vitalmente heterogéneo, no repercute dentro de él, no le apasiona, ni le duele, ni le enciende. Las potencias vitales se le han envaguecido y en el secreto fondo de sí mismos sienten su persona radical e irremediablemente humillada”.

Puede compararse el exilio con la metáfora de Jano, dios de la mitología romana representado con dos rostros que miran en direcciones opuestas: uno vuelto hacia el pasado expresaría la pérdida, la confusión, el duelo, también la certeza de que es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer; el otro mira hacia el futuro; impregnado por un medio desconocido, extraño, inasible en su lenguaje, amenazante, pero que también representa una esperanza de realización.

Otro drama del desterrado es que la dislocación esencial que confunde sus sentimientos no le permite identificar con alguna precisión sus propios estados de ánimo. En una crisis matrimonial, frecuentes durante el exilio, no puede disecarse fácilmente lo que corresponde al displacer de esa extrapolación no deseada que genera rabia y melancolía, de la dificultad de relación originada en características de personalidad inevitablemente modificadas en una experiencia de tan alto voltaje. ¿Le reprocho que no me quiere porque ella efectivamente se ha distanciado de mí o lo hago porque inconcientemente proyecto en ella el desamor de mi país que me echó?

Llanto e insomnio. Un estudio hecho en Francia sobre la situación laboral de ochenta exiliados chilenos comprobó que al cabo de tres años sólo treinta de ellos habían conseguido una cierta estabilidad económica y que sobre un total de cuarenta profesionales sólo tres tenían un trabajo comparable al que tenían en su país. De veinte obreros, sólo ocho habían encontrado trabajo sin que se les valiera haber sido obreros especializados en Chile. De ese grupo se constató que la mitad presentó trastornos psicológicos en su nuevo lugar y algunos enfermaron severamente.

Durante los primeros tiempos lo que predomina es la angustia y sus síntomas de palpitaciones, llanto, insomnio, labilidad emocional. La depresión suele aparecer más tardíamente, cuando la situación ha logrado alguna estabilidad, y se manifiesta por el aislamiento progresivo, la apatía, el escepticismo, el descuido personal, el insomnio, las ideas suicidas con o sin intento. El autorreproche es siderante: “No debería haberme ido”, “he dejado a mis padres en desprotección”, “qué será del futuro de mis hijos en este lugar hostil”, etcétera.

Es atormentadora la ausencia ante circunstancias muy decisivas que suceden fuera de la visión, del control y de la posibilidad de reparación, como es el caso de lejana enfermedad o muerte de seres queridos. Tal lo sucedido a Juan Gelman, exiliado en México, cuando supo del fallecimiento de su madre, a quien dedicó un conmovedor poema, cuyas primeras cuatro estrofas dicen:

“A mi madre”. “Recibí tu carta 20 días después de tu muerte y cinco minutos después de saber que habías muerto / una carta que el cansancio, decías, te interrumpió / te habían visto bien por entonces / aguda como siempre / activa a los 85 anos de edad pese a las tres operaciones contra el cáncer que finalmente te llevó /
¿te llevó el cáncer? / ¿no mi última carta? / la leíste, respondiste, moriste / ¿adivinaste que me preparaba a volver? / yo entraría a tu cuarto y no te ibas a admitir / y nos besábamos / nos abrazamos y lloramos / y nos volvemos a besar / a nombrar / y estamos juntos / no en estos fierros duros /
vos / que contuviste tu muerte tanto tiempo / ¿por qué no me esperaste un poco más? / ¿temías por mi vida? / ¿me habrás cuidado de ese modo? / ¿jamás crecí para tu ser? / ¿alguna parte de tu cuerpo siguió vivida de mi infancia? / ¿por eso me expulsaste de tu morir? / ¿como antes de vos? / ¿por mi carta? / ¿intuiste? /
nos escribimos poco en estos años de exilio / también es cierto que antes nos hablamos poco / desde muy chico, el creado por vos se rebeló de vos/de tu amor tan estricto/así comí rabia y tristeza/nunca me pusiste la mano encima para pegar/ pegabas con tu alma/ extrañamente éramos juntos (…).

‘Argentos’ en Madrid. En mi caso el exilio fue una etapa de dura lucha por hacerme un lugar en Madrid, para lo que conté con la maravillosa colaboración de Susana y las niñas. Además de la generosidad de algunos terapeutas espanoles que conocían mis investigaciones y publicaciones en el campo de la psicoterapia psicoanalítica de grupo, en especial Pablo Población, presidente de la Sociedad Española de Psicoterapia de Grupo, el sacerdote Pedro Fernández Villamarzo, director del Centro Psicoanalítico Oscar Pfister y José Guimón, destacado psicoanalista vasco que me abrió las puertas de la Universidad de Bilbao donde enseñé durante esos años. Tampoco olvidaré la mano tendida de Carlos Saura, el eminente cineasta.

Pero esencialmente la mayor fuerza que me nutrió surgía del grupo de exiliados argentinos en Madrid que nos hablábamos y nos juntábamos para darnos el calor que nos faltaba: Carlos Alonso, Horacio Guarany, Tato Pavlovsky, Hernán Kesselman, Marilina Ross, Norma Aleandro, Hugo Urquijo, Piero, Cipe Lincovsky, Norman Briski, Nacha Guevara, Pino Solanas, Chunchuna Villafañe, Héctor Tizón, Horacio Salas, Luis Polliti y otros.

Son imborrables las fiestas de fin de año que, por no pasarlas en soledad, las recuerdo paradojalmente como las más acompañadas de mi vida: estaba el que cantaba, el que contaba chistes, el que traía un jabugo delicioso, la que recitaba. Sobre todo lo que se hacía entre nosotros era sostener un ansioso y activo intercambio de noticias sobre lo que sucedía en nuestra sombría Argentina.

En aquellos tiempos sin Internet y de comunicaciones internacionales onerosas vivíamos en estado de alerta para enterarnos de algún teléfono público descompuesto que permitiera comunicaciones gratuitas. Se formaban entonces largas colas de argentinos, también algunos chilenos y uruguayos, que disponían de minutos medidos por nosotros mismos para que la mayor cantidad de exiliados pudiera disponer de esa circunstancia preciosa de comunicarse con sus seres queridos del otro lado del océano. Ese milagro terminaba cuando algún técnico de la compañía telefónica reparaba el aparato. Luego la picardía criolla descubrió que introduciendo en el teléfono público un alambre con una cierta forma y efectuando una manipulación que todos aprendimos se podía hablar a larga distancia sin necesidad de introducir monedas. Este descubrimiento sin duda genial, inspirado por el amor y la lejanía, obligó a la compañía telefónica a cambiar todos los teléfonos de España.

Casi todos los desterrados dedicábamos parte de nuestro tiempo a concienciar a los españoles acerca de la tragedia que se vivía en Argentina, lo mismo hacían los que habían ido a dar a México, Venezuela o Francia, y esa labor fue fundamental para que la opinión pública internacional se enervara en contra del ominoso Proceso de Reorganización Nacional de manera que hasta el gobierno norteamericano del demócrata Jimmy Carter le fue hostil. No así el comunismo de Moscú, que canjeó el apoyo a un gobierno que asesinó a miles por sospecharlos de ‘zurdos’ por el trigo argentino que rompió el bloqueo impuesto por la invasión a Afganistán.

Al igual que casi todos los intelectuales y artistas que nombré renglones arriba sostuve durante aquellos años una intensa actividad que tenía por finalidad responder altivamente al intento de destrucción y castración que implica el destierro, como lo entendía el siniestro Goebbels, quien se refería a los intelectuales alemanes en el exilio como “cadáveres vivos”. Fue esa una forma de resistencia que hizo que años después, cuando regresamos a la Argentina, habíamos crecido en nuestras respectivas actividades, aprovechando el contacto con la cultura europea que, en circunstancias normales, no hubiéramos desarrollado. En mi caso fue una etapa de febril producción literaria, pude estrenar varias de mis obras teatrales, además de establecer una nutricia relación con los esposos Gennie y Paul Lemoine en París, dilectos discípulos de Jacques Lacan especializados en la psicoterapia grupal. Todos festejábamos con sincera alegría nuestros logros, por ejemplo que Cipe Lincovsky tuviera un rol protagónico en un espectáculo del gran Lindsay Kemp o que Pino Solanas consiguiera financiación para una película o que Nacha Guevara fuera la sensación teatral madrileña.

El ‘bioculturismo’. El contacto con realidades extranjeras moldea una nueva identidad que se complementa con la original generando el “bioculturismo”, que consiste en reaprender nuevas formas de conducta, incorporarse al idioma del lugar, resignarse positivamente a la nueva realidad en que se debe vivir, incorporarse a la vida social, laboral y cultural asimilando las costumbres y hábitos vigentes sin renunciar por ello a su identidad propia. La modificación del bioculturismo a veces desarrolla capacidades o vocaciones sumergidas. Tal fue el caso de Rafael Alberti quien a lo largo de su destierro en Buenos Aires fue afilando su condición de poeta.

Su exilio comenzado con el milagroso aterrizaje en Orán, como dibujante y dramaturgo, luego fue derivando hacia la poesía, como si el infortunio y la confusión inevitables hubieran cambiado el rumbo de su expresividad artística. El no hubiera sido lo que fue de no haber sido por la derrota. Su soledad y su marginación doloridas le regalaron tiempo y energías que no hubiera tenido en España donde hubiera sido absorbido por su vocación política y, quizá, por algún cargo público.

Grandes obras de la literatura parecen haber recibido el estímulo del exilio. Entre ellas La carta de Jamaica, de Simón Bolívar, considerada uno de los pilares literarios de la emancipación sudamericana. Entre nosotros, las dos obras mayores fueron escritas en situación de destierro: Facundo de Sarmiento en Santiago de Chile y Martín Fierro de José Hernández en Sant’Ana do Livramento. Dicha instigación creativa es buscada en “exilios voluntarios” por escribas como Samuel Beckett, Vicente Huidobro, Ibsen, Gertrude Stein, Alejo Carpentier, Juan Goytisolo, Mario Benedetti, que se alejan de sus lugares de pertenencia para provocarse mayor inspiración. Quizá deba incorporarse a Julio Cortázar.

El esfuerzo por sobrevivir fue especialmente difícil para los exiliados del Proceso, que debieron partir sin recursos económicos ni una profesión o un oficio que tuviera demanda en el nuevo escenario. No pocos tuvieron que inventarse currículos o a aducir capacidades o conocimientos inexistentes que alimentaron injustamente la injuria acerca de los “argentinos chantas”, mecanismo xenófobo equivalente al nuestro de prejuiciar a los españoles de la inmigración como “gallegos brutos” o a los italianos como “tanos ordinarios”. Fue sugestivo que durante los años del Proceso en que España fue un baluarte de enemistad contra nuestra sangrienta dictadura cívico-militar, a la par que demostraba una conmovedora generosidad para acoger a los exiliados, en la Argentina circularan profusamente los intolerables ‘chistes de gallegos’.

El árbol de la vida. La escritora argentina María Rosa Lojo, hija de un exiliado gallego en nuestro suelo, relata: “Mi padre no solamente intentó compensar con imágenes míticas la llamada ‘pérdida de los objetos tangibles’. El, que no creía en Dios, creía en los árboles. Como lo hiciera Rafael Alberti, fuimos a vivir a Castelar, donde había muchos, y las casas tenían (y tienen aún hoy) amplios jardines. En el parque trasero de la nuestra ya había un ciruelo, y varios árboles frutales. Pero mi padre plantó, también, un joven castaño. Era su árbol fundador, después de todo, un verdadero ‘árbol madre’, árbol de la vida, árbol del mundo, eje cósmico capaz de abastecer las necesidades de toda una familia, y por extensión, de la especie humana. En sus hojas rejuvenecía, cada primavera, la esperanza del reencuentro. Pero los castaños no se avienen con el clima de Buenos Aires: los frutos eran muy malos, casi raquíticos, ni siquiera valía la pena extraerlos de su coraza puntiaguda. Sin embargo, el castaño dio otro fruto mejor y más esperado (…). Cuando ya mi padre había muerto pude, por fin, ‘volver’ a la tierra que yo aún no conocía y donde él no llegó a retornar nunca. A mi regreso, el castaño comenzó a morir, irremediable y violento. En un mes se había secado de la copa a las raíces. Comprendí que simplemente daba por cumplida su misión terrena, que siempre había estado allí sólo para encarnar la fuerza del deseo, la poderosa pulsión de la nostalgia, el primer mandamiento que se le impone al exiliado hijo”.

El castaño nuestro fue un perro, Chester, un labrador negro que una desaprensiva inglesa que regresaba a su país y no deseaba llevarlo consigo lo arrojó en su apuro hacia el aeropuerto en brazos de mis hijas que jugaban en la vereda. Sin duda una intervención de un Dios apiadado de nuestro infortunio. Era extraordinariamente inteligente e intuitivo y cumplió varios roles a la perfección: guardián de la familia porque aprendió a ser bravo y temible para los demás, reemplazó a las abuelas de nuestras pequeñas cuando salíamos y quedaban a su cuidado con nuestra absoluta confianza; fue el mejor compañero de juego de Camila y Agustina sustituyendo a los varios primos que habían quedado lejos, también un excelente compañero de viajes por su buen humor y divertidas ocurrencias. Cuando regresamos a la Argentina, todos esos roles fueron reasumidos por aquellos a quienes les correspondían, abuelas, primos, amigos, y por eso fue razonable, pero lamentable, que una noche desapareciera para siempre. Su misión de ocuparse de nuestro desamparo de exiliados había sido cumplida con impresionante eficiencia y afecto y su memoria siempre se carga de emoción y gratitud.

Una de las anécdotas del inevitable desconocimiento del lugar donde uno ha pasado a vivir: habíamos comprado un destartalado y chocado Simca por ochocientos dólares. Para embellecerlo, compramos unas tiras engomadas, que nos parecieron muy bonitas, a rayas rojas y amarillas que pegamos profusamente en la carrocería. A veces notábamos que otros automovilistas nos hacían señales de simpatía o de hostilidad que no comprendíamos y entonces clasificábamos como extraños hábitos de los madrileños. Hasta que varios meses después (¡) nos percatamos de que esos colores eran los de la “senyera” catalana. Es decir que durante un largo tiempo habíamos paseado desprevenidamente la reivindicación del nacionalismo catalán que, ahogada durante el franquismo, emergía entonces con fuerza.


Gilipollas y botones. Otra anécdota tragicómica acerca de los errores que se cometen por desconocimiento tiene que ver con la ya citada publicación de mi novela Copsi. Cierto día, me llamó María Fraguas, hermana del gran historietista Forges y mi contacto con Sedmay, para sugerirme que aligerase los insultos que mi protagonista, un exiliado en Buenos Aires de la Guerra Civil española, profería contra Franco. Si bien el Generalísimo había muerto, la transición recién se iniciaba y el franquismo ocupaba todavía la mayoría de las áreas del poder.

En las calles madrileñas había escuchado un insulto que me pareció simpático, “gilipollas”, y con él sustituí en las pruebas de galera de Copsi todos los abundantes “hijo de puta” de mi texto. Pero resultó que lo de “gilipollas” era más fuerte que la puteada por lo que no pasaron muchos días hasta que recibí otro llamado, esta vez para anunciarme que mi libro había sido secuestrado por la autoridad y que se había elevado una denuncia a la Justicia. Acudí entonces al único abogado que conocía, mi amigo Héctor Tizón, en un estado de desamparo semejante al mío, que tuvo la generosidad de acompañarme al bufete de un pomposo abogado madrileño, quien logró aterrarme: me informó que el expediente había ido a dar a lo de un juez famoso por su franquismo y que lo que podía yo esperar era pasar varios meses en la cárcel de Carabanchel. Todos los días revisaba con temor mi casilla de correo esperando la citación judicial que finalmente nunca llegó porque María Fraguas hizo asunto propio el despistar a la Justicia española sobre mi paradero.

Uno de los aspectos desagradables del exilio era la frecuente aparición de desterrados sospechosos que se destacaban por ser muy activos, deseosos de participar en las reuniones de cualquier índole que fuesen. Sabíamos que había organizaciones ocupadas en infiltrar a los grupos de exiliados sobre todo a raíz de lo que el Proceso llamaba “la campaña antiargentina” en el extranjero. También hubo otros personajes que habían sido víctimas de secuestros parapoliciales y liberados luego de ser sometidos por lo que dio en llamarse “proceso de reeducación”, algunos de ellos reconocidos ex dirigentes de organizaciones revolucionarias o de partidos de izquierda. Llegaban a Madrid pregonando las bondades de la dictadura cívico-militar y la Justicia de su accionar patriótico, dando faltas de garantías de que podía volverse a la Argentina, era en 1977 y 1978, sin temor a consecuencias.

En el verano europeo de 1978 decidí volver temporariamente a mi patria pues mi padre había enfermado de gravedad y no quería que muriera sin despedirme. Lo hice con temeridad y riesgo entrando y saliendo por Montevideo en la presunción de que estaría menos vigilado que Ezeiza, sin saber que en esos mismos días se producía la tristemente célebre ofensiva montonera que condenó a la muerte a muchos jóvenes que, obedeciendo órdenes de sus dirigentes, pretendieron regresar a la Argentina para continuar la lucha. Cuando me reembarqué hacia Montevideo, en un estado de gran inquietud, advertí que un conocido escritor que había estado detenido-desaparecido durante varias semanas se paseaba de una punta a otra por el hall del Aeroparque.

Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo y, debido al recíproco aprecio, siempre habíamos sido efusivos en nuestro saludo. Pero en esa oportunidad fue evidente que hizo de cuenta que no me veía lo que me hizo suponer que estaba allí para “verme”, es decir marcarme o denunciarme. Sabido es que a los liberados se les decía que debían estar atentos y concurrir de inmediato cuando le fuesen reclamados sus servicios. Soy un convencido de que ese día le debí mi vida. Varias veces, a lo largo de los años que vinieron, tuve la oportunidad de preguntarle por el asunto pero preferí no hacerlo y eso quedó hasta hoy como un secreto tácito entre nosotros.

Un exilio puede terminar de distintas maneras. Están los que han desarrollado en su nueva tierra capacidades hasta entonces inexploradas, lo que les permite un proceso de adaptación exitoso que los lleva a destacarse en alguna actividad, adquieren entonces una nueva nacionalidad y en muchos casos cortan lazos con el país de origen. Tal fue el caso de Sarmiento cuando, quizá convencido de que el gobierno de Rosas sería eterno, adoptó la nacionalidad chilena y en artículos periodísticos abogó porque su país de adopción ocupara los canales patagónicos.

Están también los que perduran en una instancia melancolizante sin poder adaptarse pero imposibilitados también de volver porque es más difícil el des-exilio que el exilio. La Argentina no es un país que espere a los hijos pródigos con los brazos abiertos, además de que luego de algunos años, se lo haya o no deseado, se han desarrollado vínculos con el país de refugio (bienes, amigos, empleo) que nuevamente exponen a lo traumático de la pérdida. Esta vez por partida doble, por cuanto será la pérdida de los amigos, bienes, hábitos, proyectos, que fueron acumulándose en el país refugio sumado a la pérdida de aquello que no se vivió y no se tuvo durante los años de ausencia en el país de origen, por ejemplo pares que durante esos años ascendieron o progresaron en sus trabajos mientras que el regresado deberá comenzarlo todo desde cero... También volver a comprar su vivienda y su auto ya que, seguramente, los vendió para financiar los primeros tiempos del exilio.


Volver, aparecer, ser. En mi caso la decisión de regresar, latente siempre, la tomamos, no casualmente, en un momento de placer y logro cuando observaba el vuelo de una gallarda gaviota contra el cielo azulísimo de Puerto Banús. Era un turning point en que me fue claro que las cosas iban tan bien en nuestras vidas y trabajos que un poco más adelante nos iba a ser muy difícil, sino imposible, regresar. Recuerdo que ingresé en nuestra vivienda y dije “volvemos”. Y volvimos a una Argentina todavía gobernada por la dictadura cívico militar que con su dólar subvaluado se encargó de licuar velozmente los escasos ahorros que repatriamos. Pero la felicidad de estar otra vez entre los míos, convencido de que el imperativo de la hora era luchar por el regreso de la democracia, predominó sobre lo que fue una nueva lucha por la adaptación a un escenario al que los años del Proceso habían cambiado sustancialmente. En especial a las personas, como fue el caso de no pocos conocidos que de idealistas se habían transformado en astutos especuladores de la “plata dulce” y la “bicicleta financiera”.

Cuando regresé, no podía decir que volvía del exilio. La primera entrevista me la hicieron unos jóvenes valientes de la revista del Instituto Superior Mariano Moreno. Nos pusimos de acuerdo en que escribirían que yo volvía de una prolongada beca en Europa… En cambio, no faltaron los que regresaron años más tarde alardeando de su condición de exiliados, lo que generó agrias y justificadas disputas con quienes habían soportado al Proceso en el exilio interior, victimizados por el miedo, las listas negras, las prohibiciones. Juan Goytisolo en su libro En los reinos de Taifa da un ejemplo de esto en la Cuba de Castro:

“Recuerdo que durante el happening organizado por Franqui frente a la antigua funeraria Caballero, fui entrevistado en directo por la televisión y, mientras estábamos preparando el esquema de lo que debía ser la entrevista, el periodista encargado de ésta me rogó que, al referirme a la narrativa cubana, no mencionara a Cabrera Infante pese a que por aquellas fechas no había roto aún con la revolución: obedeciendo en apariencia a sus consejos, me abstuve de citar su nombre pero observé que las novelas cubanas más importantes aparecidas en los últimos años eran Paradiso, Tres tristes tigres y El siglo de las luces. El día siguiente recibí una llamada telefónica en mi habitación del hotel Nacional: era Lezama Lima. Me agradeció la referencia que había hecho a su novela y añadió: “¿Sabe usted que es la primera vez que alguien ha hablado de ella en la televisión de mi país?”.

El exilio es una experiencia límite, desestructurante, sobre la que Shakespeare escribió: “Exilio, la otra forma de la muerte”. Sabido es que Sócrates optó por beber la cicuta, tal como lo inmortalizó Platón en su Fedón. Los perjuicios de la diáspora sobre nuestra Argentina son inmensos. ¿Cuántas mujeres y hombres adornados de excepcionales cualidades morales, profesionales o republicanas están fuera de nuestras fronterasw sirviendo a otros países? Ellos deben ser también contados en las listas de “desaparecidos”. También aquellos que, aunque en nuestro suelo, han pagado un alto costo por tanto avatar traumático y ello les quebró el destino luminoso que les hubiera correspondido en tiempos y lugares menos turbulentos.