SOCIEDAD
INFORME ESPECIAL

Todo lo que necesitamos es sexo

Las cifras de la pasión relacionan el deseo sexual con una adicción de la que nadie puede escapar. ¿Cuántas veces lo hacemos por semana? ¿Y a lo largo de la vida? ¿Con cuántas personas tenemos sexo? Lo que hace falta saber para aprender sobre el placer y la necesidad. Galería de fotos

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La investigacin fue publicada por la revista Neo en julio pasado. | Cedoc
"No sé de cuántas horas de sexo soy capaz porque, pese a que no debería quejarme de los hombres con los que estuve, siempre acabo insatisfecha”, dice Marina H., una estudiante de Derecho que confiesa amar a dos puntas.

Una cosa es el mundo real y otra Hollywood, se dirá. Pero también es cierto que el cine proyecta símbolos sexuales que explotan como leyendas instantáneas. Angelina Jolie, por caso, tiene fans entre los amantes del cibersexo por su interpretación de la heroína virtual, Lara Croft. Pero a la guerrera sexy la rodea un mito aparte: se dice que casi todas sus coestrellas (masculinas o femeninas) pasaron por sus sábanas, siendo el último de la lista Brad Pitt, a quien no le importó su fama de ninfómana a la hora de elegirla como madre de sus hijos. “La ninfomanía es un cuadro más mitológico que real”, desinfla fantasías León Gindín, director del Centro de Educación, Terapia e Investigación en Sexualidad. “Los pocos casos de ninfomanía que ví en mi vida son mujeres que tienen una actitud compulsiva hacia el sexo. Y a muchas –confiesa– las conocí en el Hospital Moyano”.

Marina continúa: “Lo mío no es histeria. Simplemente ignoro los límites de mi deseo de gozar.” ¿Existe algo así como el Síndrome de Hiperactividad Sexual? “Bueno –matiza Luis Finger, médico sexólogo del Hospital Italiano– lo que hay son personas más activas que otras, adictos al sexo que requieren de tratamiento”.

No cuesta comparar esa búsqueda desesperada de satisfacción sexual con la adicción a las drogas, donde el orgasmo –unido a los factores subjetivos que estimulan al cuerpo– sería algo así como una cascada de opiáceos actuando en los centros que regulan el placer en nuestro cerebro. “Esto es así –señala Gonzalo Gómez Arévalo, del Instituto de Neurología Cognitiva (INECO)– porque durante el coito se usan los mismos circuitos neurobiológicos de la recompensa.” A diferencia de otras, la adicción sexual “no se da sola sino en el contexto de otra adicción, o de una psicopatología”.

Los íconos del cine acompañan al neurólogo. Sharon Stone, protagonista del cruce de piernas más hot de la historia del cine, sigue seduciendo a sus 49 años, en Bajos Instintos II (2006), donde renace la serial killer que juega al límite en pos del éxtasis. Gómez Arévalo llama a este síndrome “erotomanía”, expresión que irrumpió allá por el siglo XVII en el tratado psiquiátrico de Jacques Ferrand, Maladie d’Amour ou Melancolie Erotique.

Los criterios para establecer la “normalidad” de la frecuencia con que se hace el amor no son un asunto menor: inquieta tanto a los varones adolescentes, educados para competir en tamaños y rendimiento con sus pares, como a los expertos en genética molecular, eternos buscadores el sustrato biológico de nuestros comportamientos ancestrales.

Genética de la pasión
Siempre se pensó que la intensidad del deseo sexual era una función natural de la especie cuyos cambios dependen, ante todo, de factores como la educación, la edad y el ambiente. Se especuló mucho, por ejemplo, sobre el impacto de la pelota en la cama durante el Mundial de Fútbol. En la Argentina, gracias a la diferencia horaria, el chiste pegó en el travesaño: la diferencia horaria permitió que 9 de cada 10 argentinos no tuviera a su pareja vistiendo santos.

Estas ideas no sufrieron grandes variaciones hasta hace pocos meses, cuando las revistas Molecular Psychiatry y luego Nature, publicaron un estudio realizado por un equipo liderado por Richard P. Ebstein, psicólogo del Centro Scheinfeld para la Genética Humana y las Ciencias Sociales de la Universidad Hebrea de Jerusalén, en el que sugiere que las diferencias individuales en el deseo sexual humano se pueden atribuir a variaciones genéticas. Ebstein, quien ya había tenido sus 10 segundos de fama gracias al estudio según el cual la predisposición para bailar se lleva en los genes, se planteó esta pregunta: ¿Es posible estar genéticamente predestinado para tener mejores o peores performances sexuales? ¿Puede la dotación genética humana influir tanto o más, en lo que a la capacidad de disfrutar del sexo se refiere, que ciertos conflictos psicológicos o conductas aprendidas?
 
Con ese horizonte, los científicos israelíes entregaron un cuestionario a 148 estudiantes universitarios de ambos sexos, quienes respondieron preguntas sobre sus deseos, excitabilidad y performances sexuales. Tras examinar el ADN de los voluntarios, hallaron una importante correlación entre cómo describieron su sexualidad y variantes específicas del gen DRD4, cuya función es fabricar el receptor D4 de dopamina. “Este receptor –explica Gómez Arévalo–, se relaciona con el circuito de la recompensa. La función dopaminérgica está involucrada en la expresión del deseo sexual: una aumento de receptores puede alterar la conducta sexual del sujeto”, concluye. Entonces, habría que cambiar el diván por tratamientos genéticos para solucionar desórdenes sexuales antes atribuidos a la educación.

Diferencias culturales
Durante tantos años fue relegado el goce sexual de la mujer que su distensión, en las últimas décadas, llevó a que el conservadurismo cultural les negase hasta el derecho al orgasmo. Paradójicamente, el aparato genital femenino conforma una“red erótica” que les permite disfrutar más del clímax que el hombre.

La disponibilidad sexual del varón, en cambio, tiene mejor prensa. ¿Acaso el hombre necesita más sexo que la mujer? “La existencia de la prostitución femenina en todas partes, y el desarrollo de la prostitución masculina en unas pocas ciudades occidentales sugiere que los hombres dependen más del orgasmo que las mujeres”, afirma el escritor inglés Jonathan Margolis. “Del orgasmo del varón depende la procreación”, aclara Adrián Sapetti, psiquiatra y presidente de la Sociedad Argentina de Sexualidad Humana.

Los argentinos no estamos mal rankeados. El 87% de los argentinos adultos, según una encuesta realizada por D’Alessio-Irol, disfruta de una vida sexual activa. Todos los años, la empresa de profilácticos Durex realiza el más ambicioso sondeo sobre las conductas sexuales a nivel mundial . El año pasado recogió la respuesta de 317.000 personas de 41 países. De ese informe surge que el 44% de la población adulta mundial disfruta de su vida sexual, hecha la salvedad de que los hombres se declararon menos satisfechos (41%) que las mujeres, cuyo nivel de insatisfacción roza el 29%.

Grecia, la primera cultura que sistematizó la búsqueda del placer, humilla a la tribuna, situándose como el país más activo con 138 relaciones al año; es decir, alejada varios cuerpos del promedio mundial (103). Los antiguos griegos enfrentaban con temor la insaciabilidad sexual femenina. La homosexualidad era otra vía regia. “La mujer para la reproducción, el hombre para el placer”, era la máxima griega.

Desde entonces, corrieron litros de sangre, semen y sudor por las sucesivas oleadas de represión, pudor y pasión que asolaron a la sexualidad humana.

La encuesta Durex revela que la edad media mundial de la “primera vez” son 17,3 años. Aproximadamente, 6 meses más pronto que en la edición anterior.

Una encuesta del Instituto Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA se interesó en la iniciación sexual de los argentinos. “Diversos factores indican que la primera relación tiende a producirse cada vez a edades más tempranas que en generaciones anteriores”, concluyeron Mario Margulis, Maricel Rodríguez Blanco y Lucía Wang en su estudio Sexualidad y cambio cultural entre jóvenes de sectores medios. Realizado entre 300 jóvenes, el estudio reveló que la mayoría se inicia entre los 15 y 17 años (52%). Dato sugestivo: el 34% de los varones tuvo a los 14 años o menos su primera relación. En el caso de las mujeres, la categoría más numerosa es 18 años y más (48%). El 43% de las jóvenes tuvo su debut entre 15 y 17 años.

El estudio prueba la creciente libertad sexual de la mujer. También, los efectos que el nuevo comportamiento causa entre los hombres: “La cultura ya no enfatiza la virginidad, la sexualidad no está tan estigmatizada y sobran estímulos que alientan prácticas libres”, concluyen.

Para Sapetti, la educación tuvo mucho que ver para que se produjeran estos cambios. “El joven intenta saber a través de sus mayores cuáles son los secretos del sexo, ya que su mente se ve poblada por fantasmas y creencias ante lo desconocido, como el mito del himen, el miedo a la primera vez, la masturbación y sus supuestos daños, el pecado, el desconocimiento de la respuesta sexual del varón y de las niñas, el temor al embarazo, la incógnita de cómo viven en realidad la sexualidad sus padres y amigos...” La educación temprana, insiste Sapetti, es el arma más eficaz para reducir las Enfermedades de Transmisión Sexual (ETS). La encuesta argentina lo confirma: mientras que el 22% de adultos entre 44 y 55 años sufrieron ETS, los jÓvenes entre 16 y 20 años informaron sólo un 8% de casos.

Jonathan Margulis calculó que la especie humana mantuvo 1.200 billones de relaciones sexuales desde el año 98.000 a.C. hasta hoy. Tanta pasión contrasta con la abrumadora levedad del orgasmo, cada uno de los cuales dura, promedio, 10 segundos. Si la frecuencia media es de uno o dos actos sexuales semanales, la mayoría de los seres humanos sólo experimentan 20 segundos de orgasmo por semana.

Un instante de fugaz felicidad por el que muchos darían hasta lo que no tienen.