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La sangre

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Una gota de sangre, gorda, pesada, ¡tac!, golpeó en el teclado. Eché la cabeza hacia atrás como si pudiera evitar que me salpicara. No fue más que un segundo. Cuando volví a mirar, observé que se había repartido en otras pequeñas gotas y que sólo tocaban a algunas letras y a otras no. La relación arbitraria podía leerse como una clave o un mensaje. La sangre, la imprevista, la inesperada sangre, la inútil sangre derramada siempre quiere decir algo. Vaya uno a saber porqué, si fue eso o no, pero lo cierto es que traté de escribir el nombre del fiscal, Alberto Nisman, y en la pantalla comenzó a leerse el de Néstor Femenía, el pibe que murió de desnutrición en el Chaco.

Otra gota, ¡tac!, desordenó los restos de la anterior. Cuando la luz reflejada en las gotas rojas dejó de temblar, escribí: “hágase cargo, señora” y en la pantalla leí precisamente eso, “hágase cargo, señora”. La barra vertical que señala el lugar donde comienza o continúa el texto, quedó latiendo. Cuando iba a continuar con lo que quería decirle, señora, “que no le van a alcanzar las habitaciones de sus hoteles, ni las casas, ni los departamentos, ni todas las cajas fuertes, ni todos los vacíos del alma para albergar los cuerpos y las culpas pesadas que dejan los muertos a causa de la corrupción, el robo y la mentira...”, cayó otra gota, ¡tac!, se activó la pantalla y comenzó a escribirse el nombre de un pibe muerto en Cromañón.

Otra gota, ¡tac!, otro nombre. Otra gota, ¡tac!, otro nombre. Ciento noventa y cuatro por Cromañón, más los familiares que se suicidaron, más los que se dejaron morir. Terminada esa lista, se hizo una pausa. Traté de aprovechar el intervalo para insistir con la idea: “señora, su condena social y política, a perpetua como la de Menem, ya no puede reducirse. Fueron demasiados los crímenes, los delitos y la impunidad. Aún si se le concediera el beneficio de restarle los años que le corresponderían a su marido por Ricardo Jaime, De Vido, Aníbal Ibarra, y demás, Boudou es suyo, señora, y Schiavi, Schoklender, los “sueños compartidos” con Hebe de Bonafini, Mariano Recalde en Aerolíneas Argentinas, Guillermo Moreno, Martín Sabbatella, Kunkel, Diana Conti, Débora Giorgi, Aníbal Fernández, Randazzo y hasta Stiuso, todos los responsables son suyos, señora...”

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Pensaba, inclusive, hacerle una sugerencia: “todavía está a tiempo, señora. Tenga piedad, al menos un gesto. Puede demoler por decreto la Secretaría de Inteligencia, eso que los servicios llaman “la casa”. Mire el techo, las paredes, chorrea sangre. Tírela abajo. Son cientos de millones que pueden dedicarse a construir algo mejor que a pagar espías o mercenarios que ejercen de periodistas...”

Me demoré, quería ser claro, breve y sincero para aprovechar la oportunidad. Usted no escucha a nadie y sólo parece leer las tapas de Clarín. Pero, ya se sabe, el hombre propone y la memoria dispone. La caída de otra gota de sangre, ¡tac!, me hizo comprender que era tarde. Lenta, muy lentamente, como recomendando “ni olvido, ni perdón”, aparecieron los nombres de los muertos en la tragedia de Once y, enseguida, ¡tac!, en las inundaciones y detrás, ¡tac!, por la desnutrición, por venganza entre narcos, por sobredosis, los asesinados a mansalva, los olvidados, los muertos en atentados, los muertos en vida y así. La lista es abrumadora, interminable, aún continúa. Demasiada sangre, demasiada pena.

De pronto, entró un correo de María Luján Rey, la madre de Lucas Menghini Rey, 20 años, uno de los 52 muertos en Once. Lucas era músico. Esa mañana, hace tres años, iba a trabajar a un call center. En su voz, escuché la letra de uno de los temas que escribió, Moscas en Rosa, dice: “... No, no nos pueden comprar/ no deben corrompernos/ informaciones falsas/ que empañan la visión/ madera noble/ roble es mi corazón”.

En la pantalla de mi memoria se siguen escribiendo nombres mientras yo canto con Lucas.

*Periodista.