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divisiones argentinas

Ni justicia ni venganza

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David Moreyra no vivía en el barrio donde lo mataron. Tampoco el chico molido a palos por vecinos de Palermo era de la zona. Es una constante: en los linchamientos, la víctima es alguien llegado de otro lado, un desconocido. Parece un dato obvio; los ladrones, comprobados o presuntos, no roban en el mismo lugar donde habitan. Pero, sigamos con las obviedades, forman parte del mismo país y muchas veces de la misma ciudad que sus golpeadores. Comparten sociedad.
Salvo que haya dejado de ser así. Que entre los delincuentes y sus víctimas ya no haya un vínculo, ni siquiera de especie. Con lo cual no tendría sentido hablar de “justicia por mano propia” y ni siquiera de venganza. La justicia es dar a alguien lo que merece por sus acciones. No hay equivalencia posible, ni desde las leyes más rígidas, en arrebatar una cartera y ser molido a golpes hasta morir. La venganza es ese acto por el cual se pretende reparar el daño sufrido ocasionando un daño parecido o incluso mayor. Pero es un gesto personal. Nos vengamos de alguien que nos perjudicó. Nunca de manera abstracta.
Los linchamientos tienen algo de impersonal. Alguien corre a un chorro, presunto o real, logra atraparlo, lo tira al piso y allí empieza el ritual de la destrucción. Ni justicia ni venganza; eliminación del otro, casi quirúrgica, aunque la operación se acompañe de gritos y rostros irritados. Es una lógica del enojo frío, un tono que se acentúa a medida que la práctica del linchamiento se extiende.
 Entonces parece difícil tratar de entender estos episodios cada vez más recurrentes desde la perspectiva de la coyuntura, asociarlos a las reyertas en torno al nuevo Código Penal o una ausencia del Estado que sería reciente. Ciertos hechos y problemas no deberían entrar en la dinámica de la pelea electoral.
Se podrían apuntar algunas de las causas que concurren en los linchamientos: la marginalidad, la proliferación de la droga, la ineficacia de los institutos correccionales y las cárceles, la falta de perspectiva. Estas cuestiones son de muy difícil resolución y lamentablemente no forman parte de ninguna agenda, ni política ni mediática, seguramente porque carecen de inmediatez y es más fácil hablar de sus efectos.
Lo que parece instalarse de manera más recurrente –y los linchamientos son su expresión más exasperada– es una división territorial, tribal y básicamente social en la Argentina, sobre todo en los grandes centros urbanos. El ladrón es un invasor y como tal se lo vive, ocupa un territorio al que no tiene derecho. Santo Biasatti le pregunta a la madre de Moreyra qué hacía su hijo en el barrio Azcuénaga de Rosario.
En el lenguaje de la inseguridad lo que hay son ejércitos irreconciliables. Poco se dice de las víctimas y nada se sabe sobre los victimarios, son una masa anónima y parecieran no tener historias individuales, carentes de rasgos distintivos. A su vez, estos ladrones no buscan parecerse a sus víctimas, lo que ha sido históricamente el gran recurso del oficio, pasar inadvertido en medio de aquellos que son diferentes a él. Hay, en lo imaginario pero muchas veces en lo real, una especie de uniforme del pibe chorro. Ropa deportiva y zapatillas de suela espesa. Aunque, por si hace falta decirlo, una parte importante de los que usan ese uniforme no son pibes chorros, pero pertenecen al mundo del que provienen y de algún modo los imitan.
De allí que cuando entran en territorio que no les corresponde son percibidos como amenaza, porque lo que se ve no es una persona –alguien a quien el cuerpo le duele cuando se lo golpea– sino el integrante de un ejército que viene a quedarse con lo que no le corresponde. Y ante eso se reacciona fuera de la ley. Estamos en un país que en algún momento legitimó lo que se nombró con poca exactitud como “los excesos de la guerra sucia”.
Estar del otro lado del mundo de esos pibes tiene sus privilegios. Para todo lo demás, están los linchamientos.

*Escritor y periodista.

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