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No es cuestión de tiempo

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Final de fiesta. No fue para todos, pero terminó antes de lo deseado. Y llegó la cuenta.
Luego de la salida de Federico Sturzenegger al frente del Banco Central, el riesgo país se elevó a los 550 puntos básicos, el nivel más elevado desde mayo de 2016, cuando el Gobierno parecía deshacerse del lastre de la herencia recibida, según su propia explicación. La economía argentina acusó el impacto de dos factores, ambos previsibles, pero de distinto grado de probabilidad: el cambio en la política monetaria de los Estados Unidos y los efectos de la sequía.
Mauricio Macri había prometido que superaría las restricciones de años de una política económica apelando a la confianza depositada por los colegas de su otra vida, los empresarios e inversores. Hablar de la descapitalización serial de la economía luego de una década de consumismo era un síntoma de inseguridad que no se podía traducir en un diagnóstico realista. Ya desde noviembre de 2015 el futuro gobierno contaba con dos limitantes básicas: minoría legislativa y no abonar la teoría de una gestión para los ricos. Las elecciones de medio término fueron un termómetro de popularidad para el esquema gradualista elegido, que solo debía contar con financiamiento barato y un contexto internacional favorable.
El nuevo rumbo sobrevino con el temor a perder todo el apoyo conseguido y que una nueva crisis financiera se espiralizara e hiciera tierra arrasada. La erosión cambiaria no llegó hasta el final porque el inversor medio no sabe cómo ni cuándo empieza este tironeo, pero cree saber cómo termina y no está dispuesto a quedarse sin nada. A diferencia de 2001, una pesadilla que marca a fuego el delicado equilibrio monetario, hubo válvula de escape: la devaluación del 40% producida a lo largo de dos meses quitó presión a una parte de la ecuación y le agregó una adicional: la inflación.
Ya el año pasado, las críticas de economistas tenían un consenso raro para un país en el que las dicotomías reinan: sin cuentas fiscales ordenadas, la política monetaria no podía hacer mucho y la dependencia de un flujo constante y creciente de dólares tarde o temprano tendría un baño de realidad. El Gobierno los acusó de ejercer un plateísmo explícito y contestó con el argumento que cerraba en el Excel pero hacía agua en las mesas de dinero: para 2020 la economía encontraría una convergencia que depositaría a la Argentina en el concierto de las naciones prósperas.  Hoy el grueso de las críticas viene de la vereda de enfrente, de los que ven en cada funcionario a un virrey de la dominación financiera internacional.
En el medio, muy pocos. Uno de ellos es Pablo Gerchunoff, un maestro de economistas e historiador que, con su deformación profesional, ve en los últimos ochenta años un país que fue perdiendo sus ventajas competitivas, que no supo reinventar su perfil productivo en una nueva realidad y, lo peor de todo, que sigue creyendo que está condenado al éxito, como supo verbalizar el ex presidente Duhalde. Y si algo falla es solo por la impericia de sus dirigentes o, peor aún, por la inescrupulosa utilización del poder. Como sufrido hincha de Racing, Gerchunoff sabe lo que es prolongar el gol del Chango Cárdenas en la ilusión colectiva. Depositar solo en el talento inusual de un Messi encendido el arma para ganar la planificación y la estrategia integral.