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omisiones

Ponele la firma

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“¿Te imaginás, Adolfito, lo que va a valer en el futuro un libro nuestro que no esté firmado por nosotros?”. La anécdota proviene de alguna de las Ferias del Libro de Buenos Aires que, como pasa siempre con los personajes de la televisión que por caso publican un libro, y en ocasiones también con algunos escritores, reunió una larga fila de personas interesadas en obtener un ejemplar autografiado. Borges evidentemente sintió, tal la fatiga, que Bioy Casares y él acabarían a la larga por autografiar todos los ejemplares existentes, o al menos casi todos, y que eso tornaría más valiosos los libros que quedasen sin firma (porque, como nadie ignora, lo que más vale es lo que escasea).
El chiste en aquel momento les habrá traído alivio, pero a la vez, y mirado desde el presente, parece revelar otra clase de verdad: que no solamente en la firma, sino también en la falta de firma, puede existir algún valor.

Michel Foucault ha rastreado con lucidez inigualable la manera en que, a través de la historia, fue cobrando forma esa figura, la del autor, que en los textos se resuelve en el acto de poner el nombre. Poner el nombre, firmar, implicó fundar un régimen de propiedad respecto de lo escrito, pero también admitir una imputabilidad, es decir asumirse responsable de eso mismo que se escribía. Los textos ya no circularían como antes, cuando el anonimato determinaba no sólo que no se supiese quién hablaba sino, más aún, que no tuviese ninguna importancia saberlo. Ahora la autoría se establecía como inscripción del nombre propio en el discurso, lo que convertía a su vez a ese discurso en un discurso propio.
De ahí en más, la ausencia de firma pasó a ser ni más ni menos que eso: una ausencia; algo que ya no podía no estar en un texto sin que ese no estar dejara de percibirse. No firmar puede suponer entonces algo más que no firmar, y llega a ser un retiro de firma, algo que debiendo estar se quita; todo un acto, y no solamente una omisión. Las innovaciones tecnológicas de estos últimos años modificaron radicalmente las condiciones de circulación de los textos y los nombres: no dejan de ampliarse y de proliferar las posibilidades del anonimato o, más todavía, del empleo del nombre falso; y además, en Twitter o en Facebook o en la red en general, la posibilidad de firmar en nombre de otro, firmar con el nombre de otro, o bien firmar en el lugar de otro, colocar una firma ajena en el texto que otro escribió y decidió dejar sin firma.

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¿Qué se puede hacer, me he estado preguntando, cuando ocurre que la firma llega a ser ineluctable? ¿Qué hacer cuando la firma como tal se impone, y quien no firme pasa entonces a ser firmado? ¿Qué hacer, cuando la potencia de la firma retirada se neutraliza en la implementación de una firma restablecida, así sea en nombre falso? Tal vez, me dije, probar con un texto que, planteando y desarrollando el problema, desdiga cualquier firma que pueda llevar: sea propia o sea ajena.
Para tratar de recuperar así la fuerza del acto del nombre que se retira.