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Populares y populistas

Mi padre padecía una tara un poco insólita. Aunque su inteligencia era perfectamente normal en otros órdenes, carecía de la capacidad de entender las historietas y la narración gráfica en general.

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Mi padre padecía una tara un poco insólita. Aunque su inteligencia era perfectamente normal en otros órdenes, carecía de la capacidad de entender las historietas y la narración gráfica en general. Recuerdo su perplejidad y su mal humor cuando el resto de la familia comentaba durante el almuerzo la última tira de Mafalda en el diario El Mundo. Aunque sus carcajadas en el cine eran contagiosas, no podía aceptar que nos riéramos de esos dibujitos y le parecíamos una especie de esnobs que actuaban por imitación y simulaban divertirse. Retrospectivamente, puede ser que tuviera algo de razón, pero no quería hablar aquí de eso sino de mi propio trauma con las historietas. De hecho, no eran bienvenidas en casa. Pero no solamente a causa del síndrome paterno: como el cine argentino, las historietas eran consideradas un reducto peronista. El asunto tiene cierta actualidad. En una reciente y rencorosa reivindicación que el filósofo oficialista José Pablo Feinmann les dedica a Guillermo Saccomanno y a su propio ego, se lee lo siguiente: “Guille siempre fue un excluido. Empezó mal. Como guionista de historietas. Le llevó años sacudirse esa cruz. ¿Cómo va a ser un escritor un tipo que empezó escribiendo historietas? Uno que admira a Oesterheld. Que si no es peronista, por ahí le anda”. Medio siglo más tarde, Feinmann atribuye las malas críticas que ambos recibieron en su vida a la persecución ideológica más que a la posible mediocridad de sus respectivas obras.

Como prueba de que la cultura precede a la política en la formación de la personalidad, en mi adolescencia estuve mucho más dispuesto a hacerme peronista que a reivindicar el arte nacional y popular. Por eso mi vida transcurrió entre la indiferencia y el desdén por la historieta. A las razones iniciales fui agregando argumentos más rebuscados, como que una disciplina que no es ni literatura ni plástica y se reduce a tomar del cine el guión y el story board no puede ser gran cosa. Sin embargo, durante todos estos años me acosaron los remordimientos y me encontré pensando si mis prejuicios no me privaban de consumir obras maestras. Así que cuando se anunció la publicación semanal de los álbumes del Corto Maltés, de Hugo Pratt (1927-1995), considerados una de las cumbres del género, advertí que tal vez fuera mi última oportunidad de acercarme a la historieta. 

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Hasta ahora aparecieron sólo cuatro entregas del Corto Maltés, pero creo que son suficientes para hacerse una idea. No hay duda de que un aventurero internacional cuyas andanzas transcurren entre 1904 y 1925 (antes de la Segunda Guerra, cuando toda ambigüedad es posible) es un punto de partida interesante. Tampoco de que la saga pertenece a la vasta zona de la novela de aventuras y el cine negro. El Corto Maltés es ante todo un ejercicio y una ocasión para la nostalgia: de un mundo ido, pero sobre todo de un arte popular verdaderamente refinado, aunque entre los defensores de Pratt y del Corto figuren falsificadores de ese esplendor como Umberto Eco o Arturo Pérez-Reverte.

Entre los artículos que Internet ofrece a los interesados en el tema, hay uno de Antonio Segarra que ilumina otra perspectiva: “Y ésta es ya una de sus principales características, tomada del cine moderno: la participación del lector en el desarrollo de la acción. Pratt llena su relato de tiempos muertos que nos recuerdan a Antonioni, de largas secuencias, bellísimas, mudas, introspectivas, que dan al lector toda la psicología del personaje, toda la poesía de un momento de reposo ante un mundo dinámico que cobija, ampara, pero también oprime a los protagonistas”. El artículo data de 1973, cuando todavía Antonioni y John Wayne pertenecían al mismo mundo. El problema es que, desde entonces, obras como la de Pratt parecen haber quedado al cuidado de los populistas, cuya soberbia, ignorancia y mala fe nos siguen agrediendo.