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La galaxia y la nube

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Ya es tarde para suspender el casamiento de mi hija, pero durante la ceremonia voy a hacer un escándalo. Acabamos de descubrir que su novio nunca vio ninguna de las películas de la saga La guerra de las galaxias. Me subleva que mi hija quiera hacer ingresar a la familia a un individuo tan ajeno a nuestra sensibilidad. Mi hijo está de acuerdo conmigo: vamos a arruinar la boda, salvo que el novio acepte someterse a una maratón que lo rescate de la absoluta ignominia.
El fin de semana pasado, un canal de cable programó la saga entera. Pero el novio prefirió entregarse a los excesos propios de las despedidas de soltero. Habrá que atarlo frente a la pantalla. Ya está todo planeado.

Volví a mirar la primera de las películas buenas. Me di cuenta (con la misma melancolía de siempre) de los fallos de la imaginación futurista: la princesa Leia viaja, cargada de planos de la Estrella de la Muerte, al cuartel de la resistencia. Descubierta, aloja esos documentos en un robot parecido a un secarropas centrífugo y lo manda al planeta donde, casualmente, vive su mellizo (que ella no sabe que tiene): ¿por qué no los mandó por mail y se ahorraba un par de disgustos?
Nadie imaginó el mail. Lo que es peor, en esa sociedad imperial no hay siquiera sistemas de correo puerta a puerta. O a lo mejor los hay, pero no sirven para los propósitos del sabotaje y la resistencia al Estado. Sea.
 
Imagino la secuencia: la princesa Leia entra a su cuenta clandestina de Gmail, el programa le dice que los archivos adjuntos son muy pesados, los sube a la nube y adjunta un vínculo para que el destinatario los recupere a través de Google Drive.
Mi marido, en cambio, sostiene tercamente que Leia manda los archivos por WeTransfer.
No entiendo cómo mi futuro yerno se priva de participar de estas discusiones importantísimas.

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