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Alergias diversas

El cuerpo y la lengua, dos territorios que reaccionan ante los excesos del mundo.

El cuerpo hace lo que puede con la realidad que lo circunda. Es un receptor de todo lo que pasa. Y no por eso entiende lo que ocurre. En verdad, no entiende: metaboliza, se nutre, expulsa. Es, en todo caso, una expresión epidérmica. La piel como pantalla reversible. Esa fina película que nos recubre es todo lo que tenemos para soportar el entorno y exteriorizar lo que desconocemos. No hacen falta palabras: una tos, un forúnculo, una conjuntiva irritada bastan. Y no hablo de somatizar, sino de lo expresivo, de las manifestaciones visibles de lo que nos atraviesa.

En esta época, afloran —es oportuno el término— de toda clase. Sobre todo, las alérgicas. Y en distintos planos. Alergias ideológicas, botánicas, religiosas, lingüísticas, xenofóbicas. Palabras que producen escozor y varían según el ámbito. A algunos los eriza (¿y estimula?) la palabra “kuka”. Otras pululan vaciadas de argumento: libertad, sanación. También hay nombres —palabras encarnadas— que espantan por la ignorancia, esa vil que rechaza al otro y se disfraza de furia: Trump, Maduro, Milei.

No hay duda: la lengua engarza emociones en el cuerpo. Una palabra —que puede valer más que mil imágenes— es capaz de arrasar con el mundo interior o con toda una cultura.

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Pasemos a un plano más inmediato, tangible. Las lluvias polínicas cubren las calles de semillas, muchas veces hirientes, sobre todo las de los plátanos de sombra. Habrán advertido la belleza de sus troncos. Cuando estos lo permiten, aprovecho para quitarles la corteza, que se desprende en lonjas mágicas, deslumbrando a improvisados niños pintores. Son árboles robustos, longevos. Llegaron a la ciudad durante la presidencia de Sarmiento (1868-1874). Según el último censo de arbolado —me encantarían censos de tantas cosas: guardapolvos escolares, nubes, bancos de plaza—, el territorio porteño cuenta con 70 mil plátanos. El problema es ahora: están borrachos de primavera, colman las calles de semillas con forma de bolitas con penacho. Basta olvidar la boca abierta para que la garganta lo recuerde. De los ojos, no hay salvación posible.

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Son alergias pasajeras, sí. Propias de una estación. En cada cuadra se escucha algún estornudo, y no deja de ser placentero oír esa descarga instantánea de quienes no se pelean con nadie, ni siquiera consigo mismos. Estornudar es un permiso, el alivio corporal de lo que sea. Pero esta semana proliferaron, como si las alergias superaran la estación. Demasiados acontecimientos repudiables. No hay antihistamínicos para los truchos, ni para la falta de humildad, ni para el regocijo del poder de turno: un presidente demoliendo palabras en un recital sin otro carácter que la fiesta propia. La presentación de un libro sin ningún representante del mundo de los libros —ojalá, al menos, algunos lectores.

Quizás los memes funcionen como antídotos: microdosis de absurdo. Es asombroso cómo surgen de a cientos tras eventos o declaraciones deplorables, fuera de lugar.

El meme es el lugar del fuera de lugar.

¡Achís!