Es miércoles y hoy todas las conversaciones, las de trabajo, las sociales, las obligatorias, las casuales, las que abren proyectos, las que debaten injusticias quedan a mitad de cualquier frase. Los mensajes que mando a Halifax, a Roma, a Saarbrücken, que son por otros temas, terminan todos igual: se ha muerto Maradona. Informo, como si allá pudieran no saberlo. Un amigo canadiense me responde “Lamento tu pérdida. Supongo que eras un gran fan”. No, le contesto. Y le confieso que no estoy muy seguro de saber quién era.
Y allí mismo el mundo, mi mundo, se detiene. Una detención inexplicable, una detención que durará días: ¿será posible ser argentino y no saber nada de Maradona? No. No es posible.
Así que reviso mis notas, esas que van por dentro y no se escriben nunca. La idolatría siempre me espanta un poco. El proceso de construcción del ídolo, una práctica ancestral que reúne a un pueblo entero alrededor de un tótem de piedra o de Fiorito, es un fenómeno mágico, maravilloso, irracional y –por ende– bastante aterrador.
Hay tantos Maradonas como la idolatría colectiva –peleada consigo misma– quiso construir. Se lo erige, se lo usa, se lo acorrala, se lo lima. Está el Maradona Que Habla De Sí Mismo En Tercera Persona Singular (una invención gramatical definitiva, solo permitida con gracia a ciertas deidades) y está ese Maradona que revierte el mapa de Italia para que el pobre sur le gane la batalla simbólica al rico norte; está el bufón desembozado que le puede gritar a Bush en la cara lo que un diplomático real querría y no puede, y está también ese presunto padre intermitente de cientos de niños de esta tierra rasposa, vasta y curva como pelota de trapo.
Yo mismo, que no sé nada de fútbol más que la alegría que me da jugarlo con amigos, supongo que si empecé a jugar a la pelota y no al bádminton o al cricket (cosas igual de absurdas si se las mira bien) tal vez sea porque –de un modo u otro– había Maradona. Yo mismo, que trabajé varias veces en Nápoles y fui bienvenido en el aeropuerto o en las pizzerías con solo decir que era argentino, supongo que si así ocurría era porque a los argentinos nos precedió siempre este embajador, este loco, esta alquimia, este derroche de fantasía sin manubrio.
Maradona nos eligió y nosotros lo elegimos sin que nadie tuviera que votar nada. Entre él y una pelota ocurría un milagro y todos decidimos (sin saberlo) que ese milagro era uno de los pocos de los que podíamos agarrarnos antes de caer por el barranco que el destino nos tenía pensado, el destino que sin duda –ahora que él no está- vendrá a azotarnos para dejarnos –tal como era el plan– en el olvido.
Ya cae el sol, ya arde Napoli en bengalas, ya aplauden todos los balcones, ya empieza a ponerse peligrosamente albiceleste el Obelisco, ahora, que sin la pesada carga de aquel cuerpo, el rito ancestral que tironeaba de sí mismo es casi perfecto y duele tanto.