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OPINION

Ansiedad en grageas

Mi abuelo no vino a buscar esa injusticia que muchos adulan. Tal vez por eso empecé a no entender y seguir así durante décadas.

Martin Cruz Smith 20230722
Martin Cruz Smith - Retrato por Emily Arnold Smith | martincruzsmith.com

Hace diez días que perdí la calma y aún no la recuperé. Mi grado de malhumor e irritabilidad alcanzó desde entonces niveles que nunca conocí como cascarrabias profesional. Imagínense mi situación: argentino, casi 73 años, descubre que no entiende nada de lo que pasa alrededor. Lo malo no es que me ocurra (la mayoría de la gente no entiende nada), sino que me importa porque pasé buena parte de mi vida hablando de política para descubrir que solo desvariaba y confundía los deseos con la realidad. En medio del desconcierto y la amargura, pienso de a ratos en lo que ocurre en Israel. Y también me doy cuenta de que más allá de la obvia y necesaria verdad de que el terrorismo de Hamas solo puede repudiarse antes de cualquier consideración, lo ocurrido me resulta incomprensible. Y menos comprensible aun me resultan los comentarios y explicaciones. El domingo vi en la revista Seúl un artículo de Micaela Libson que empezaba con una cita de Marina Mariasch: “Creo en la paz cimentada en la guerra, la fuerza y la injusticia, como toda paz”. Ahí dejé de leer: no puedo convivir con esa frase. Mi abuelo judío vino a la Argentina huyendo de la guerra ruso-japonesa, en busca de un lugar de paz porque este país lo era entonces y lo siguió siendo hasta que a un general borracho se le ocurrió invadir las islas Malvinas. En 1982 mi sesgo cognitivo se manifestó con claridad por primera vez cuando me resistí a comprender la euforia de mis compatriotas. Mi abuelo no vino a buscar esa fuerza ni esa injusticia que algunos adulan con esmero. Tal vez por eso empecé a no entender y seguí así durante décadas. Podría seguir con el lamento, pero prefiero pasar revista a tres libros que leí parcialmente en estos días y que tal vez vienen al caso. Los Álamos, de Martin Cruz Smith, es una novela de 1986 que cuenta a su modo lo mismo que una parte de la película Oppenheimer. Solo que el autor instala en el sitio en el que se creó y ensayó la bomba atómica a un indio pueblo que le sirve de chofer a Oppenheimer y es una especie de superhéroe: boxeador, pianista de jazz, agente de inteligencia, seductor de todas las mujeres y rebelde con causa. El libro me aburrió un poco pero me llamó la atención lo grande y abigarrado que era ese mundo supuestamente secreto, lo complicadas que eran las vidas de sus habitantes así como insolubles eran los dilemas éticos que rondaban el lugar. Como si Los Álamos hubiera sido una concentración de sonido y de furia que los idiotas hemos cargado durante medio siglo sobre nuestras espaldas.

También miré un poco La rebelión del público, de Martin Gurri, que me llegó ayer y promete explicar todo lo que está pasando. A medida en que corro las páginas el autor promete explicar lo que está ocurriendo y tanto me atormenta, pero da la impresión de que el lector corre detrás de una zanahoria que se diluye en neologismos y ambigüedades. No sé, tal vez Ulises alcance a la tortuga más adelante.

Finalmente, tampoco terminé Estado o revolución, el libro de Andrés Rosler sobre Carl Schmitt que promete ser de esos libros que sí explican seria y concienzudamente algo aunque parezca árido. Algo que vale la pena saber pero nuestra vida incivilizada hace solo accesible a los especialistas. Es que vivimos en una ignorancia sistemática de la que somos casi enteramente culpables.

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Mi abuelo no vino a buscar esa injusticia que algunos adulan. Tal vez por eso empecé a no entender y seguí así durante décadas.