Tal vez cuando 2015 termine y emprendamos el correspondiente balance lleguemos a descubrir que una de las cosas que más hicimos, a lo largo del año, fue votar. Votar y votar y votar: en internas y en externas, para esto o para aquello, tocando una pantalla electrónica o pellizcando una boleta de papel.
Es así que se nos fue formando, por sí solo, una especie de hábito más que asentado: la cuadra de la escuela que nos toca, el baño a mitad del pasillo que lleva al aula o cuarto oscuro, el café de la esquina en el que nos metemos una vez que hemos cumplido con nuestro deber ciudadano. Votar ha dejado de ser un hecho del tenor de los acontecimientos fenomenales, y ha pasado a ser, con la frecuencia, una práctica política corriente.
Ese cambio se consolida y es positivo, a mi entender, para dejar de considerar que la democracia es algo que conseguimos recuperar; para pasar a considerar, tanto mejor, que es algo que ya tenemos y punto. Es decir, dejar de definirla respecto de la dictadura militar, para poder pasar a examinarla en tanto democracia.
Entonces, cuando algún funcionario de gobierno anuncie que se está tramando un golpe, o una actriz diga en la tele que para ella lo que hay en Argentina es dictadura, lo tomaremos como un caso de mala fe o de mala memoria, un fantasma que se agita o se alucina por astucia o por ignorancia. Como si fuese la democracia lo que está en discusión, y no qué clase de democracia queremos, con qué medios, para qué, al servicio de qué, al servicio de quiénes.