Esta nota se ocupa de fantasmas y casualidades. Flavia, mi mujer, ocupa su día en el estudio y la práctica del qi gong, una disciplina que combina la gimnasia, la medicina china, la digitopuntura, la meditación y otros saberes orientados a la salud física y mental. Lo hace con tanta convicción que ahora empiezo mis días con una pequeña sesión de qi gong. Flavia está tan entusiasmada que me habla todo el día de sus clases y sus talleres virtuales que tienen su centro en Santa Cruz, California, así como de sus compañeros y maestros, que han pasado a ser nuestros huéspedes invisibles. Anoche me mencionaba, por ejemplo, a una instructora que vive en Boulder, Colorado, y es budista.
Ayer mismo recibí un ejemplar digital de un libro que acaba de publicarse en España y se llama Las mejores mentes de mi generación. Es una recopilación de las clases que dio Allen Ginsberg en un curso titulado “Historia literaria de la generación beat”, que repitió con variantes en distintos lugares y circunstancias, pero empezó en la Universidad de Naropa, fundada en 1974 por Chögyam Trumpa, maestro del budismo tibetano que decidió invitar a Ginsberg a enseñar allí, algo que hizo hasta su muerte, en 1997. Al mismo tiempo que Flavia me hablaba de su instructora, yo leía que la Universidad de Naropa queda en Boulder, Colorado. No creo que el lugar fuera mencionado en casa antes de ese momento. Se me ocurrió, incluso, que la instructora budista bien podía ser una discípula de Chögyam Trumpa, aunque el maestro murió en 1987, a los 48 años. Jack Kerouac, que murió a los 47, es el personaje principal de las clases de Ginsberg (de hecho, el centro que creó en Naropa se llamó Jack Kerouac School of Disembodied Poetics). La causa de su muerte, al igual que la de Chögyam Trumpa, fue el alcoholismo.
Y aquí es donde la nota se empieza a poner oscura. Una de las grandes influencias en la escritura de Kerouac fue Thomas Wolfe, un escritor del que también habla Ginsberg en las clases y que siempre tengo pendiente. Tanto que, la semana pasada, reuní todo el material suyo que encontré en la biblioteca: sus dos novelas más famosas, El ángel que nos mira y Del tiempo y el río, además de cuatro de los pequeños libros que publicó Periférica en años recientes. Al tope de la pila estaba uno de ellos, Hermana muerte, en el que Wolfe cuenta cómo vio morir en las calles de Nueva York a cuatro desconocidos.
Y ahora llegamos a la casualidad más tenebrosa. Ayer tomé Hermana muerte y empecé a leerlo. En ese momento sonó el timbre. Era la mujer que suele traernos la comida y nos contó que un hombre mayor se había ahogado en el mar después de sufrir un paro cardíaco. Recordamos entonces que, horas atrás, cuando salíamos de nadar, una mujer nos dijo que su marido, que tenía 89 años, había entrado al mar hacía un rato y no lo veía. Avisamos a los guardavidas y volvimos a casa suponiendo que nada grave ocurría. Pero ese resultó ser el ahogado del que nos habló la mujer que trajo la comida. En un pasaje del libro, Wolfe habla de una pareja de jóvenes que, frente a un mendigo muerto en la calle, muestran una indiferencia tan marcada que tiene una siniestra consistencia literaria. Mientras me avergüenzo de mi falta de empatía, pienso que el muerto, a quien nunca vimos, también habita nuestra casa.