(Viene de la edición 1840)
Desde tiempos en que los griegos vestían túnica y aprendían arpa, sabemos que el problema no florece en lo que denominamos “tecnología”, sus herramientas y potencialidades, sino en las instrucciones de uso. O mejor dicho: en el germen mismo de la tecnología no barbotean el bien y el mal (o en todo caso anidan los dos en el mismo plano, más en grosor que en sucesión); los inconvenientes proliferan por la falta de formación de la comunidad sobre la utilización de la misma. Sería descabellado cargarle culpas al derrotado ignorante. El deterioro sostenido de los patrones educativos nos arrinconó al ostracismo. Volvimos, descalzos y genuflexos, a protegernos dentro de la caverna.
El comentarista (de whatsapp, de redes, de noticias) ejecuta los dedos contra las teclas como el poseso trasnochado que carece de filtro entre lo que dicta el seso y lo que transmiten las palabras tartamudas (el comentarista jamás relee lo que escribe). El resultado no puede ser otro que una composición de Franz Liszt interpretada por un manco. Esto sucede porque en la progresión alocada de letras tecleadas a dos dedos (taca-taca) lo único que se persigue es llegar a ese SEND final que opera en la psiquis del tullido como cima de un orgasmo liberador. ¡Ahí tenés! ¡Tomá! ¡A ver qué decís ahora, a ver! El comentarista es aquel que pega con la luz apagada.
El comentarista matriculado (mequetrefe que fertiliza con promiscuidad barthesiana la tensión entre el decir y el hacer) bebe un copete de acá, análisis hermenéutico del meme del día, medio comentario del presentador televisivo de la noche anterior, su interpretación de un videíto que le llegó por whatsapp, más el audio de un amigo del cuñado del sobrino de su tío Juan –que no habla al pedo, porque él sí tiene contactos posta del Ministerio X–, mete todo en la licuadora y ya está: parida la teoría consumada de la salvación universal. Todo aquel que no lo entienda es un PELOTUDO. Porque el éxtasis del comentarista afinca en la mayúscula, que incorpora solo en vocablos cortos y directos (PELOTUDO, y así), porque de lo contrario sus dedos díscolos se soltarían de la correa (ZOS UM PELPTUDO INPOANTE). El fraseo largo en mayúscula se torna inadmisible. El comentarista es un as en la administración de recursos.
Tengo dos hijos, varones de 13 y 15 años. Son encantadores, pero claro: adolescentes, cada tanto se pelean y se agraden verbalmente. Normal (si me lee algún técnico bien remunerado de UNICEF seguro me salta al cuello). Lo que les pido a mis hijos cuando atrapados están en esa trenza beligerante que no consiguen desanudar, es: putéense, pero con rimas de hip-hop (no soy pedagogo, pero les aseguro que es un método infalible; a partir de ese momento solo sonríen y se esfuerzan por ser originales). Bien, lo mismo podría replicarse en el psicopático caso del comentarista medio: agredan, aunque carezcan de argumentos para hacerlo (tampoco pedimos tanto), pero fabríquenlo con swing.
Antes de abandonar estas líneas para volver a los ejercicios periodísticos, entra en el celular un mensaje de mi amigo E.C., que me acerca una frase maravillosa de Ibn Sina (Avicena), el notable médico, filósofo y vasto etcétera chiita (980-1037): “La imaginación es la mitad de la enfermedad, la tranquilidad es la mitad del remedio, la paciencia la mitad de la cura.”.