En Argentina 20,5 millones de personas participan del mercado de trabajo pero tienen realidades muy distintas. Unas 6,4 millones tienen un empleo registrado en el sector privado. Entre 3,5 y 4 millones trabajan en el sector público (la mitad en educación y salud). El resto, más de 9 millones, están en la informalidad, o en formas de autoempleo. Y más de 1,4 millones quieren trabajar y no tienen dónde.
Estos números indican que Argentina enfrenta un desafío que no admite dilaciones. Para crecer, desarrollarse y generar un entramado social con equilibrio e igualdad de oportunidades, se necesita, sine qua non, generar más y mejor empleo en todo el país. Y en un mundo que demanda productos cada vez más sofisticados y con cambios tecnológicos permanentes, la industria argentina en sentido amplio (minería, energía, alimentos elaborados, industria y servicios asociados) tiene que ser la encargada de proveerlos. Cualquier otra salida será un atajo efímero.
La foto es compleja. El empleo registrado hoy es superior al máximo de 1998 (en la industria pasó de 964.600 a 1.283.000 puestos, y en el total del sector privado, de 4.084.700 a 6.560.300 empleos), pero prácticamente no crece desde 2011 –incluso en las pymes su crecimiento se detuvo en 2008–. Entre 2012 y 2016 el empleo registrado en el sector privado creció un 2%, mientras que el empleo público aumentó un 15%.
Generar una dinámica virtuosa para incrementar el empleo formal también debe contemplar una mejora de su composición sectorial. Es decir: direccionarlo hacia sectores industriales y de servicios que cuentan con mayor productividad y salarios crecientes. De los 6,4 millones de puestos de empleo registrados en el sector privado formal, 1,2 son puestos directos en la industria (superan los 1,3 si se toma la industria del software). A su vez, por cada puesto en la industria se generan 2 puestos indirectos adicionales. En la industria, además, la informalidad es menor que en el promedio de la economía, y los trabajadores del sector ganan en promedio 32% más que el resto de los asalariados.
Las recetas para robustecer el empleo formal no son mágicas. Los países que lo consiguieron se apoyaron en esquemas macroeconómicos que propiciaron el crecimiento de sus economías, y en políticas industriales tendientes a mejorar e innovar en la calidad de sus procesos y sus productos. Eso no significa que debamos importar modelos, sino adaptarlos en función de las especificidades de la estructura social, productiva y geográfica del país, y del contexto mundial en el que se insertarán estos procesos.
Pero no hay que ser ingenuos. El contexto para incrementar el empleo calificado y productivo se da un en mapa mundial en el que los países disputan con todo tipo de armas por la creación de puestos de trabajo y la agregación de valor. China e India buscan generar empleo para integrar a 1.400 millones de personas que todavía se desempeñan en zonas rurales de muy baja productividad e ingresos.
Además de la cuestión geopolítica, está la cuestión tecnológica. En 2013, Carl Frey y Michael Osborne, dos académicos de la Universidad de Oxford, publicaron un estudio que muestra con ejemplos los desafíos para generar nuevos puestos de trabajo: los avances en inteligencia artificial y robótica harán que en Estados Unidos casi la mitad de los empleos sean automatizados durante la próxima década. Este proceso alcanzaría no sólo puestos de baja calificación, sino también puestos profesionales. Con los avances contemporáneos, las máquinas logran cada vez más realizar tareas que hasta hace poco eran consideradas exclusivas del ser humano: tareas cognitivas no rutinarias.
Hay debate, pero los desafíos son los mismos. Melanie Arntz, Terry Gregory y Ulrich Zierahn –tres economistas alemanes– publicaron una crítica a este estudio, fundada en consideraciones metodológicas, pero también conceptuales y empíricas. Por un lado, advirtieron que la automatización tiende a reemplazar tareas, pero no puestos completos y, por ende, el cálculo de Frey y Osborne sobreestimaba la pérdida potencial de empleo. A partir de una base de datos de los 21 países de la OCDE, concluyeron que el porcentaje de empleos en riesgo es del 9%, con resultados heterogéneos por país. Por otro lado, los autores reconocen que hay límites a la sustitución de máquinas por trabajadores y que a su vez los trabajadores pueden adaptarse mediante cambios en sus tareas.
Pero lo cierto es que entre estas dos proyecciones se encuentra la clave para Argentina: orientar formación de los trabajadores en función de los conocimientos, habilidades y competencias necesarios para enfrentar la transformación en marcha.
Lo que el futuro cercano nos pide es una autopercepción diferente, que nos sitúe como generadores más que únicamente como usuarios de tecnología. De esta forma, se puede sentar las bases para desarrollar clusters productivos y de servicios reuniendo universidades, centros de formación, servicios, grandes industrias, pymes, que generen conocimiento y con ello nuevos empleos con mejoras permanentes en la productividad.
Durante los próximos cinco años, la inversión en I+D debería al menos duplicarse del 0,61% del PBI actual a niveles similares a los que poseen países como España o Brasil, promoviendo en paralelo un sistema nacional de innovación que vincule empresas, universidades y agencias de investigaciones.
Por todo esto, una macroeconomía que aliente el crecimiento es necesaria, pero no suficiente. La política industrial sigue siendo el ingrediente principal para alentar la generación de empleo de alta productividad local, la agregación de valor y la incorporación de tecnología. Los instrumentos son de lo más variados: financiamiento a la producción a tasas competitivas, un sistema tributario que aliente la inversión en I+D y la agregación de valor, una política comercial inteligente, el desarrollo de infraestructura que mejore la provisión de bienes públicos y la conexión de las distintas regiones y la generación de oportunidades para proveedores locales industriales, entre otras iniciativas.
El atajo de importar valor agregado y tecnología puede conducir a muchos lugares, pero nunca al crecimiento sostenido, y mucho menos al desarrollo. Y, por sobre todas las cosas, impide la creación de empleo de calidad. Si queremos un país productivo y federal, que agregue valor en toda su geografía, el desafío pasa, otra vez, por potenciar nuestras capacidades acumuladas a través de un modelo productivo en el que la industria sea uno de sus protagonistas centrales.