Hace casi un par de décadas, en un exceso de optimismo y vanidad, propio de la idea estúpida de la competencia, tuve la impresión de que estaba escribiendo una de mis novelas para enseñarle a Osvaldo Soriano cómo hubiese debido escribir las suyas. La idea era rara, porque aun de haber estado vivo, no creo que Soriano hubiera disfrutado particularmente que un autor con el que no mantenía trato se creyera con derecho a impartirle una lección. Encima, por entonces yo no apreciaba particularmente su obra, o quizá prefería disimular que me interesaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer. De impulsos como ese está hecha la materia de los aprecios y rechazos en el territorio de la literatura.
En mi caso le reprochaba a Soriano la moderación, no "reventar" a sus personajes.
Por ejemplo, solo me di cuenta de lo mucho que me gustaba la obra de Manuel Puig un día en que, leyendo uno de sus libros “para ver qué le ven los demás”, advertí que lo leía “corrigiéndolo”, escribiendo imaginariamente encima suyo (algo que tal vez le habría agradado), señalándole cómo mejorar cada párrafo y modificar cada frase, enseñándole lo que se había perdido. Es decir, entrando en su obra.
En el caso de mi combate espectral con Soriano, le reprochaba la moderación, no “reventar” a sus personajes, no llevar al extremo los asuntos de su narrativa. Desde cierto pretendido rigor purista, leía su literatura como una especie de termómetro que marcaba el punto exacto de la configuración ideológica mayoritaria de la clase media ilustrada argentina (por entonces alfonsinista), y eso lo entendía, en el fondo, como temor a perder a sus lectores, en tanto que yo, que nada tenía y por supuesto no corría riesgo de perder nada (salvo la pérdida de la pérdida) me pensaba heroicamente dispuesto a arriesgarlo todo por entrega a las derivas de mi propia obra.
Recién ahora veo la comodidad de mi posición. La moral del sacrificio es una crítica de la conducta ajena y no lleva a ninguna parte aunque uno la practique durante toda la vida.