Leo, con singular agrado, La muerte voluntaria en Japón, un ensayo de Maurice Pinguet, con una (para mí) impecable traducción del mejor escritor cordobés que he leído, Antonio Oviedo, y publicado por una editorial exquisita, Adriana Hidalgo. El texto está traducido del francés, pero a la inobjetabilidad del traductor se le suma la traducción y revisión de los términos en japonés a cargo de Tomoko Aikawa. Esa suma de delicadezas de criterio revela la diferencia que existe entre las infumables traducciones que nos encajan las grandes editoriales de corte hispánico, majaretas ellas, aquellas que ofrecen condiciones de legibilidad para un público tanto español como latino y argentino, joder.
Para exaltar los valores del libro, que voy promediando, recurro a la contratapa, que describe su asunto “como apoteosis de la carrera del guerrero, como horizonte del distanciamiento budista, como eje del sistema feudal, como prueba de la fuerza del amor, como exaltación sacrificial, como culminación de la desesperación y el desarraigo”. En su libro, Pinguet cuenta una anécdota luminosa: a los cristianos japoneses les resulta difícil explicarse por qué, si hubo dos discípulos que traicionaron a Jesús, Pedro termina siendo la piedra sobre la cual el Mesías funda su Iglesia, cuando Judas al menos tuvo la dignidad de suicidarse.
Esa pequeña anécdota podría fundar una teología, claro, pero en principio demuestra que Japón es más que una isla, una sociedad, una cultura. Es un mundo.