Cualquier análisis histórico del siglo XX debe enfrentarse al racconto de masacres, torturas y diversas muestras de inhumanidad. ¿Qué fue lo que llevó a millones de hombres y mujeres a campos de concentración y exterminio, o a entregar a compañeros o familiares, o al colaboracionismo con el invasor? ¿Por qué unos pocos lograron dominar a miles socavando su dignidad hasta puntos insospechados? ¿Cómo gente común pudo ser capaz de empuñar armas contra enemigos o hermanos, de doblegar a otros, de mancillarlos?
En La humanidad frente a la barbarie (Editorial Ariel, 2017) no he eludido el escabroso pero necesario pasaje por las conductas que convirtieron el siglo XX en la “centuria de los genocidios”. Las palabras de algunas de las víctimas –como Bruno Bettelheim, Víctor Kemplerer, Margarete Buber-Neuman, Germaine Tillion y Primo Levi–, de quienes lo estudiaron –como Hannah Arendt– y de los asesinos que lo ejecutaron –como Franz Stangl y Rodolf Höss– completan el panorama de lo incomprensible o del horror.
Pero lo que me interesa, por sobre todo, es la conducta humana, sus miles de reacciones posibles. ¿Qué hacer frente a una situación límite? ¿De cuántos resortes emocionales, mentales y físicos depende la reacción humana? ¿Cómo sobrevivir? De hecho, se trata de preguntas tan universales que se ha venido trabajando sobre ellas por tramos o especialidades. La psicología ha estudiado el hecho de caminar por el borde entre el vida y la muerte y los sentimientos que se ponen en juego. La medicina es experta en el tema. La misma historia hizo su parte. El pasado de la humanidad es un mar de enseñanzas.
Pero, ¿y el hombre? Si lo quieren matar, meterlo en una cámara de gas o en medio del hielo siberiano o dejarlo abandonado en el desierto, donde reinan el sol y las montañas de arena, ¿se someterá inexorablemente, o tal vez buscará salvarse de cualquier manera? ¿Acaso peleará con lo que tiene a mano? ¿Qué ocurriría si no encuentra una salida que le permita recuperar el aliento? ¿A qué está dispuesto? ¿Será verdad que con tal de sobrevivir se acaban las inhibiciones y se supera cualquier tipo de barrera moral o afectiva?
En este sentido, ante una situación límite o de muerte, de peligro de vida, todo hombre puede transformarse de ángel en monstruo. Pero esto también puede pasar sólo por el placer de tener más poder y decidir sobre la vida de los demás.
Hombres comunes que de golpe se convierten en asesinos o torturadores. Ya se ocupó de esto El señor Galíndez, del dramaturgo argentino Pavlovsky. ¿Es esto un instinto? ¿Un reflejo? ¿Tiene que ver con la supervivencia. Hasta el cine se ha ocupado del tema. En los primeros planos de una reciente película, titulada Fuerza mayor, un grupo familiar goza del paisaje de la alta montaña, pletórica de nieve. De pronto se forma un alud y se dirige hacia ellos. El padre deja todo, corre y procura salvar su vida a cualquier precio, olvida a los suyos, su mujer y sus hijos. Un momento, para decirlo de algún modo, trágico. La familia, por suerte, logra escapar, pero la pareja está destruida, es el comienzo de la separación, de la fractura definitiva. El padre sólo se cuidó él, la familia no le importó.
En el pensamiento de Hitler, los asesinos no sentían la responsabilidad sobre sus actos porque no existía una fuente de autoridad ética que guiara, que enmarcara las acciones individuales. Para los nazis con uniforme los únicos que no tenían moral eran los prisioneros políticos, los soldados rusos capturados, los gitanos, los homosexuales, los testigos de Jehová y los judíos. En todos los países o regiones donde se impuso el Holocausto, los Estados habían sido aniquilados, el sistema legal anulado y la previsibilidad de los actos, en todos los sentidos, había sido absolutamente destrozada. Acabada la guerra, la vida humana seguía sin valer nada. Millones de alemanes que habían ocupado los Sudetes en Alemania, o Polonia o partes de Rusia, fueron desplazados por la fuerza hacia Alemania, caminando, como pudieran. Hubo centenares de millares de víctimas. Las pestes dominaron las ciudades, donde el olor a muerte por los derrumbes de los bombardeos permaneció intacto hasta bien entrada la década del 50.
¿Pero cómo sobrevivir? ¿A qué costo? En un texto emocionante incluido en el libro Modernidad y Holocausto, Janina Bauman, esposa del sociólogo fallecido Zygmunt Bauman, rescató el testimonio de un prisionero de un campo de la muerte que dijo: “Una vez que empiezas a luchar por tu vida, la ética desaparece. Vives de acuerdo con las circunstancias. No hay piedad. Se desciende físicamente hasta no poder ya pensar más; hasta un punto, lo único es sobrevivir, sea como sea. No se puede bajar la guardia ni un momento”.
El filósofo Tzvetan Todorov, desaparecido este año, aportó su mirada profunda en su texto La experiencia totalitaria. Escribió: “No sentimos los sufrimientos de los demás. Es preciso dar un paso más e interrogarnos sobre las razones por las que el Mal apareció. La ‘bestia inmunda’ no está fuera de nosotros, en un lugar lejano, sino dentro de nosotros”.
La maldad se perpetúa y nos lleva a una situación límite. Incluso se acentúa en nuestros días: guerras, genocidios, masacres, torturas, violaciones, violencia de toda clase, daños infligidos o sufridos se mantienen obstinadamente entre nosotros. En todos los continentes, sin excepciones. Con un agregado: vuelven a estar en la palestra los nietos de los nazis y de los estalinistas que asolaron el mundo antes de que concluyera la primera mitad del siglo XX. Pero con las mismas ideas de sus antepasados, un odio brutal hacia el “extranjero”, el “inmigrante”, el “ refugiado”, “el otro”, el “distinto”. Es decir, lo que para ellos es el “bárbaro”. Y no tienen culpa, no asumen el daño de los que los precedieron, pero utilizarían los mismos métodos si fuera necesario.
El escritor soviético Vasili Grossman, a quien Stalin prohibió la publicación de sus obras de fuerza tolstoiana, señaló en uno de sus escritos: “Los hombres no están jamás enteramente privados de la posibilidad de elegir. La persona es responsable de sus actos, cualesquiera sean las presiones que sufra. De otra forma, sería tanto como renunciar a su pertenencia humana”.
*Autor de La humanidad frente a la barbarie, Editorial Ariel.