En la madrugada del 28 de junio de 1966 los militares lanzaron otro zarpazo a la democracia y derrocaron al gobierno constitucional de Arturo Illia, disolvieron el funcionamiento de los partidos políticos y pusieron en vigencia el Estatuto de la Revolución Argentina. En su diagnóstico de la caída, Aldo Ferrer precisa: “El golpe de 1966 tuvo aceptación en los sectores financieros y el optimismo se reflejó en la Bolsa de Comercio, donde algunos papeles subieron hasta 70 puntos. Las entidades empresarias ACIEL, UIA y la Sociedad Rural manifestaron públicamente su entusiasmo y sus representantes, como los de la CGT, liderada por Augusto Timoteo Vandor. Los sindicalistas asistieron de traje y corbata –inusual en ellos– al acto de asunción del general Juan Carlos Onganía, un conservador con adhesión a un catolicismo ultra, anticomunista furioso y corporativista”. Un mes después de sentarse en el sillón presidencial, el régimen militar mostró sus formas a pleno en lo que se conocería como “La noche de los bastones largos”. El 29 de julio de 1966, por la noche la policía ingresó en las facultades de Ciencias Exactas y Naturales y en la de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, vulnerando su autonomía, y a los palazos atacó y desalojó a docentes y alumnos, destruyó laboratorios y bibliotecas y encarceló a cuatrocientas personas. Con ánimo represor de todo “atisbo de comunismo”, censuró la ópera, el ballet, el teatro, los espectáculos en el Instituto Di Tella (centro de la movida cultural) y prohibió la proyección de numerosas películas. Onganía representaba al sector “legalista” o “azul” del Ejército, que había derrotado de palabra y con las armas a los “colorados” entre 1962 y 1963. Concebían a las Fuerzas Armadas como un partido, el partido militar. Pretendían concluir las disputas que se venían sucediendo desde 1955. Las Fuerzas Armadas eran sostenedoras del nuevo capítulo de poder en la Argentina, llamado la Revolución Argentina, pero no “gobernaban ni cogobernaban”, sólo eran garantes de los intereses de la nación. Los cursillos de la Cristiandad –verdaderos grupos cerrados que nucleaban a militares y civiles con fervor ultracatólico– aportaron buena parte de los contenidos ideológicos del onganiato. Importado de Francia en 1955, el cursillismo de Charles Maurras, dirigente de extrema derecha con predicamento en toda la década del treinta del siglo XX en el nacionalismo argentino, tuvo al coronel Juan Francisco Guevara como predicador dentro del Ejército argentino y contaba con el aval de un sector influyente de la Iglesia católica. Los generales Eduardo Señorans, Francisco Imaz y Eduardo Conesa se sumaron al cursillismo y luego lo haría Alejandro A. Lanusse, a pesar de que con el tiempo retomó las posturas liberales. La formación completa del primer elenco ministerial de Onganía fue reclutado en el cursillismo. Eduardo Salimei, ministro de Economía y fuerte empresario (dueño del emporio Sasetru, uno de los más importantes del sector alimenticio nacional), era empleador de destacados generales retirados. Otro empresario, Roberto Petracca, industrial del vidrio, se hizo cargo de la cartera de Bienestar Social. Al frente del Ministerio del Interior fue nombrado Enrique Martínez Paz, miembro de la Hermandad del Santo Viático. El único “liberal” era el veterano y ex breve ministro de Economía de Frondizi y Guido, Alvaro Alsogaray, que fue nombrado embajador en Washington. Los recelos que este gabinete producía en el empresariado de mentalidad liberal cambiaron a fines de 1966, cuando Adalbert Krieger Vasena reemplazó a Salimei. Krieger estaba asociado a los intereses mineros norteamericanos. Figuraba en varios directorios de empresas de la Nacional Lead Co –una de las cien empresas más grandes de los Estados Unidos en ese tiempo– dedicadas a la explotación y procesamiento de minerales, en particular “minerales estratégicos”. Era director de la Nacional Lead, que en la Argentina se asoció a Minera Aguilar, de la Compañía Minera Castaño Viejo y de Metalmina. Fue director de la Compañía General de Refractarios de la Argentina, en la que revistaba junto a Marcelo Aranda, socio a su vez en el Ingenio La Esperanza de un ex ministro de la Revolución Libertadora, Julio Alizón García. También figuraban Roberto Pistrelli, socio de otro ex ministro de la Libertadora, y Roberto Verrier en la Firma de Inversiones Sudamericanas. Pistrelli era director o síndico en casi todas las empresas en las que participaba Krieger Vasena. Fue director de Norfran y era directivo de Mignaquy y Cía, de Los Caldenes y de María Elena, todas firmas ligadas a grupos norteamericanos. Ocupó el sillón de Celavon y de Las Carabelas, se dedicaba a la explotación forestal y en su directorio figuraban hombres de relación muy estrecha con la banca Morgan. Casado con una hija de la tradicional familia Llauró, el ministro de Economía había ejercido funciones directivas en las empresas familiares, como Alejandro Llauró e Hijos e Investaires. Un primo hermano de Krieger –también casado con una Llauró– fue designado al frente del Banco Industrial. El cuñado de Krieger, Alfredo Chopitea –esposo de Daisy Krieger Vasena–, era presidente de Río de la Plata-Canal 13 de Televisión, asociado con la CBS. Y ambos serían socios en Investaires. La cuñada de Krieger, Ana Llauró de Reynal –pariente del empresario William Reynal–, cerraba el círculo de poder político y económico que pesaba en el onganiato. En sus inicios, las primeras medidas de Krieger tuvieron un sesgo ortodoxo: devaluó el peso el 40%, liberó el mercado cambiario, congeló los salarios durante veinte meses y rebajó los aranceles de importación un 50%. Todo un ajuste a la manera clásica, aunque agregando disposiciones heterodoxas, como estimular la demanda, centrada en el sector de la construcción. Se apoyaba en el criterio de que la “modernización” de la Argentina requería competencia, situación que el “estatismo” no favorecía agravando la “deficiente” estructura industrial del país.
De esta forma, los nacionalistas en el gabinete de Onganía conciliaban diferencias con los liberales, en tanto los militares trataban de mantener conformes a las bases sindicalizadas. Eran las mismas que ya imaginaban un “peronismo sin Perón”. Pero el asesinato de dos dirigentes sindicales, Augusto T. Vandor en junio de 1969 y José Alonso en 1970, clausuraría esas pretensiones. El bloqueo salarial dañó a obreros de distintas áreas de la economía que participaban de los sectores de capital intensivo, así como los que se insertaban en otras producciones. Un mismo decreto prohibió la existencia de partidos políticos –para “profundizar la revolución”–, aunque paralelamente le abrió las puertas a Vandor. El criterio de “modernización” incluía proyectos de obras públicas monumentales, representativos de la tradición militar, como la represa hidroeléctrica El Chocón-Cerros Colorados, Planicie Banderita (a cargo de Hidronor) y la central atómica de Atucha, la primera en América latina. Más la ampliación de la red caminera, la construcción de la estación terrena satelital de Balcarce y el Túnel Subfluvial que une Santa Fe con Entre Ríos. Todos ofrecieron buenos negocios y prestigio a la administración militar.
Para movilizar la explotación petrolera se dictó la Ley 17.319 de Hidrocarburos, que permitió una participación amplia de empresas privadas. Los militares nacionalistas que “vigilaban” los actos del poder no tomaron conciencia a tiempo de lo que ocurría frente a sus narices. Si se exceptuaban algunas empresas estatales como YPF, ENTEL, Fabricaciones Militares, SEGBA o Somisa (muy castigadas por el discurso privatista), las multinacionales extranjeras controlaban el grueso de la economía argentina. Detentaban el control a partir de una cuestionable particularidad: tomaban crédito en los bancos oficiales vía el estímulo para el consumo de bienes (automóviles, electrodomésticos, etc.), pero transferían sus ganancias al exterior, además de eludir impuestos con el pretexto de la doble imposición. Durante 1966 salieron del país 151 millones de dólares en concepto de utilidades e intereses, en el mismo momento en que las reservas del Banco Central apenas arañaban los 700 millones de dólares. La ideología “privatizadora” se había impuesto. Un aviso institucional publicado en los diarios del Consejo Publicitario Argentino decía: Las empresas del Estado son una dura carga que pesa sobre nuestros hombros. Y sobre nuestro presupuesto. El del país y el de cada uno. Porque todos pagamos por buenos los malos servicios. Mucho dinero se malgasta cada día en alimentar la burocracia. Fue el mismo mensaje que ganó gran parte de los discursos del gobierno militar a partir de 1976 y de la gestión de Carlos Menem. Quien quiera observar un proceso de extranjerización de la economía puede consultar las estadísticas de la Argentina de la segunda mitad de los años sesenta. El crédito a las empresas transnacionales por vía directa o indirecta y la creciente necesidad de dinero por parte del Estado para cubrir su crónico déficit fiscal fueron transfiriendo al mercado financiero local e internacional las palancas que condicionaban el futuro del país. Krieger Vasena, ligado a la banca Morgan, fue el primer arquitecto de ese proyecto de enajenación de activos estatales que perfeccionarían más tarde José A. Martínez de Hoz y Domingo Cavallo. Desde 1967, cuando la economía nacional mostró algunos signos de mejoría con crecimiento estable, se solicitaron y obtuvieron de los organismos financieros internacionales créditos por 142 millones de dólares. ¿La meta?: estimular la producción ganadera, sector tradicional y estratégicamente ligado a las finanzas. El mismo tratamiento recibieron la actividad azucarera, la vitivinícola y la del acero (Somisa).
*Periodista especializado en Economía.