¡Qué platónico era Platón!
Hace como dos mil quinientos años, el tipo estaba convencido de que el diálogo era, como su nombre lo indica, un método científico para pensar de a dos (o más, porque a los griegos les encantaba amontonarse y hacerse el bocho) sin verdades reveladas de antemano y con el único fin de alcanzar el Bien supremo. Así fue que se pasó de mambo y fundó la dialéctica, con la cual elevó el discurso a la categoría de arte, ya que, simplificando las cosas, hablando se entiende la gente. Es decir, se hace filosofía y se produce lo que él llamaba la “ascención al ser”.
En nuestra vida cotidiana, diálogo es una manera elegante de decir charla o conversación, situación que sobre todo en las grandes ciudades suele darse cada vez menos. Y la mayoría de las personas que se animan a hablar de dialéctica lo hacen para definir el chamuyo de alguien con título universitario a quien, por lo general, se le entiende bastante poco lo que dice pero suena inteligente.
Ya en términos políticos, el diálogo suele ser el último recurso utilizado para encontrar salidas de emergencia tras los destrozos generados, precisamente, por su falta. Mientras que, hace rato, la dialéctica dejó de tener algo que ver con el diálogo, pasando a ser utilizada para entender las contradicciones de nuestras complejas sociedades. Kant las consideraba contradicciones nomás, como caídas del cielo y, por ello, inamovibles. Hegel las creía superables. Y Marx, irreconciliables.
Ahora que, de golpe, todos parecemos estar cantando “¡Platón, Platón, qué grande sos!” y el gran diálogo nacional ha comenzado, tal vez sería bueno repasar de dónde vino para tratar de adivinar hacia dónde va. Y evitarlo.
El bendito diálogo no nació de la buena gana de nadie, sino que fue forzado por las elecciones que perdió un matrimonio algo autoritario (tampoco mataron a nadie, che) que quería quedarse por lo menos 16 años en el poder, acaso como primer escalón para fundar quién sabe qué clase de perpetuidad.
El prematuro quiebre de la hegemonía kirchnerista fue, de algún modo, autoimpuesto. De haber dialogado a tiempo, los insoportables cuatro meses de guerra con el campo podían haber sido evitables. De haber sincerado las cifras del INDEC en el momento justo, millones de amas de casa mínimamente habrían tardado más en convencerse de que el gran modelo económico en marcha tiene ADN de engaña pichanga.
Abrir las puertas del diálogo recién cuando se ha mordido el polvo no hace más que estimular los bajos instintos de los adversarios, quienes, al menos hasta hoy, se mueven más en busca de una gradual capitulación que de otra cosa.
La oposición debería entender que hacer leña del árbol caído no es de buena gente. Menos sensato aún fue haber corrido tras una foto con la Mesa de Enlace quince minutos antes de que se inaugurara el diálogo formal en la Casa Rosada.
Por más razones que hubiere en los reclamos del campo, regalarles a Hugo Biolcati, Mario Llambías y Eduardo Buzzi el lugar de ejes de la oposición resulta de un oportunismo peligroso. Los productores han hecho mucho por la recuperación económica del país, pero eso no los convierte en sus amos y señores. Constituyen un sector importantísimo, pero sólo uno de los tantos que requieren urgente asistencia. Hay que escucharlo, entenderlo y valorarlo. No santificarlo.
Fue saludable que el ruralista Biolcati optara por la mesura en su discurso de ayer, pronunciado apenas quince horas después del poco satisfactorio encuentro con Aníbal Fernández en Balcarce 50, donde, sea como fuere, el Gobierno cedió un pasito. Alguien que no sea oficialista debería decirle a Biolcati, sin embargo, que las fanfarrias militares ya fueron. Que, al menos en estas circunstancias, las evocaciones efectistas a la Patria sólo sirven para dividirla. Que las manipulaciones mitristas de la historia ya suenan infantiles, sino provocativas.
—San Martín y Belgrano no necesitaron superpoderes para fundar el país –chicaneó Biolcati, olvidando que don José y don Manuel sí necesitaron armarse hasta los dientes para cumplir sus misiones, cosa que era inevitable entonces para combatir a un enemigo externo.
¿Y si el campo y el Gobierno dejaran en paz a los próceres para construir sus propias e inolvidables grandezas?
¿No estará allí el mejor sentido del próximo Bicentenario?
Aún guiada por el campo, la oposición parece interesada en instaurar un parlamentarismo de facto, lo cual, de por sí, es un contrasentido. Tal vez la Argentina necesite irse desprendiendo de un presidencialismo que hasta ahora no provocó más que fracasos. Paso a paso y sin humillar a nadie sonaría mejor, de todos modos.
Todavía la dialéctica pesa más que el diálogo. La ambición por heredar el sillón, más que la pobreza, la educación, la salud y la producción. Este diálogo tiene más pinta de dunga-dunga que de amor.
¡Uh! Me puse platónico.