Apenas lleganos al hotel dejamos las cosas y nos fuimos con mis hijos a la playa, que quedaba a una cuadra. Me acuerdo la primera vez que vi el mar: estaba con mi viejo, caminando de su mano, él y yo, solos. En Mar del Plata. Paramos en una frutería y mi padre compró uvas, racimos inmensos. Los fuimos comiendo mientras caminábamos y de pronto, entre lo edificios, vi el mar. Nunca lo había visto. En colores. Esa masa insensible y eterna que posee una vida interior aún más intensa que la de David Lynch, ¿no?
Apenas bajamos a la playa, mis hijos corrieron a juntar caracoles y meterse en el mar. Yo los seguía esquivando gente y sombrillas, porque la playa era céntrica.
No sé qué tipo de personaje seré para ellos cuando tengan que leer en mi sudario lo que les pude haber dejado. ¿Un personaje central, con los pies en la Tierra? ¿Un perro perdido? ¿Seré como ese personaje de Durrel del Cuarteto de Alejandría que se cree importante en la vida de Justine y es solo un amante más en su cartuchera repleta? ¿O como Gabriel, que se creía el centro del universo de su mujer y era sólo un barrio periférico en ese genial cuento de Joyce con el que termina “Dublineses”?
Lo cierto es que mientras ellos corrían por la playa, yo me crucé con una mujer delgada. “Ahora te gusta venir a la playa, ¿no?”, me dijo. “Antes no te gustaba, ¿te acordás?”. Me sorprendió su insolencia. Le iba a contestar algo, pero estaba preocupado por mis hijos, por la inminencia del mar, por la cantidad de gente: no quería que se me perdieran. Así que solo le sonreí.
Ya por la noche, mientras dormían a mi lado, pensé en las vacaciones que pasamos juntos desde que me separé de su madre: un viaje al pueblo de mi mamá para tirar sus cenizas en la casa donde nació, un viaje a Ushuaia para que conocieran la nieve, un viaje en trineo de perros por un bosque inmenso. Somos los restos de una antigua simetría, la basura de la perfección. (To be continued).