Es frecuente que Pepe Mujica haga explícita su opinión sobre el capitalismo en las muchas entrevistas que concede. En una de ellas juega con las similitudes y diferencias entre ese modo de producción y la sífilis, para afirmar que tanto uno como la otra son una enfermedad, pero aclara que mientras la sífilis es evitable, el capitalismo no lo es. Mujica deja en claro que para que haya producción de riquezas, de las que el Estado toma una parte para cumplir con sus múltiples y esenciales funciones, no se puede “evitar” el capitalismo.
Interesa además esta entrevista porque en ella se baja del nivel de análisis más abstracto para hablar concretamente de uno de los actores principales del capitalismo: el empresario. Y lo hace con ejemplos de personas que cumplen esa función, destacando las condiciones y cualidades que se requieren para ser empresario, las que no todos tienen; y definiéndose como alguien que carece de esas habilidades, las que valora enfáticamente. De esta forma, da cuenta de una concepción del capitalismo diferente no solo a sus orígenes, en la medida en que ahora el Estado lo controla y puede servirse del mismo, sino que, sin olvidar el tema de la plusvalía, pone el acento en la creación de empleo y en su enorme capacidad de producir riquezas; diferenciándolo así del financiero que, pese a no extraer plusvalía y contribuir en parte al proceso productivo, necesita de un control más férreo dada su fuerte tendencia especulativa.
La concepción del capitalismo como una enfermedad, pero inevitable, permite a Mujica armonizar sus convicciones socialistas con su responsabilidad como gobernante en cuanto a obtener recursos genuinos para atender al bienestar material y cultural de las mayorías. Armonía que nunca alcanzó nuestra dirigencia política, presa de una “ideología” progresista que “evita” el capitalismo sin proponer otro modo de producción alternativo. Ideología que echada a rodar por intelectuales y formadores de opinión es llevada a la práctica por una clase política que insiste con propuestas demagógicas que nos hunden cada vez más en el estancamiento económico y la pobreza.
El peronismo apareció en escena con una propuesta basada en el combate al capital, mientras el radicalismo se concentró en los aspectos institucionales de la democracia pensando que con eso se come, se educa y se cura. Ninguno se preocupó seriamente por crear las condiciones que favorecieran inversiones productivas, por lo que no hubo un crecimiento económico capaz de generar más empleo y más recursos para el Estado. Nuestro país creció 0,7 puntos por año desde 1974, mientras que durante ese período Chile lo hizo en un 135%. De haber tenido este crecimiento, nuestra pobreza apenas rondaría el 6%.
En 2015 llegó al gobierno una fuerza política hablando de impulsar las inversiones que llevarían a una reducción de la pobreza, planteando reformas imprescindibles destinadas a controlar la inflación y combatir el déficit fiscal. Los logros alcanzados están lejos de lo propuesto, por lo que algunos economistas aun aprobando el rumbo del discurso reprueban su gestión. A los errores de subestimar los obstáculos a remover se agrega el rechazo a incrementar la base de sustentación política del proyecto, imprescindible para afrontar tamaña tarea; además de no controlar adecuadamente la acción del capitalismo financiero.
Cualquiera sea la fuerza que gobierne a partir del 10 de diciembre, debe saber que el capitalismo, a diferencia de la sífilis, no es evitable y que tampoco puede ser sustituido por ese híbrido llamado “capitalismo de amigos”. Y que para evitar nuestra desintegración social, que está a la vuelta de la esquina, es imprescindible lograr acuerdos entre las diferentes fuerzas políticas para introducir las reformas estructurales que inviten a los empresarios a invertir, para crear empleos bien remunerados y aportar al Estado los recursos genuinos que tanto necesita.
*Sociólogo. Club Político Argentino.