Entre los silencios de calles desiertas parece casi banal decir que el Covid-19 cambiará el mundo. Ya lo ha hecho. El virus parece haber sido específicamente diseñado para arremeter contra nuestras estructuras sociales, políticas y económicas. Pero no fue diseñado; el pensar que es “único” es producto de una falta de memoria.
Las pandemias siempre han sido grandes aceleradores de la historia. Pero gracias a los avances de la medicina, en los países desarrollados se dejó de pensar en shocks pandémicos. Eran productos de otras épocas, no de nuestra modernidad globalizada. Pero el no recordar no borra la historia, solo la acentúa.
La peste negra en el siglo XIV diezmó las poblaciones de Europa, acelerando cambios en ciudades y poniendo en jaque al feudalismo. La gripe de 1918-19, por su parte, arrasó con el mundo de la posguerra, reconfigurando fronteras al final del primer período de globalización. Fue clave en la reconfiguración del mundo, que acabó con la hegemonía británica y apuntaló la estadounidense.
Ante la falta de memoria, nuestra reacción al Covid-19 fue “nueva”: sin certezas sobre la tasa de infección (R0) y de mortalidad (IFR), los gobiernos alrededor del mundo se apresuraron a imponer cuarentenas en base a la experiencia china, que hoy se alargan. Los únicos países que las evitaron con éxito han sido los que tenían preparación previa por la experiencia de SARS en 2003, como Corea del Sur, Taiwán, Singapur, o sociedades relativamente compactas con Estados preparados ante inminentes amenazas externas, como Finlandia e Israel. De distinta manera, estaban más listos para el desafío.
Hoy sabemos mucho más sobre el Covid-19 que incluso hace un par de semanas. En términos epidemiológicos, se parece a la gripe de 1957: es extremadamente contagiosa pero su tasa efectiva de mortalidad, en base a estudios serológicos que consideran a los contagiados asintomáticos (que casi nunca se testean porque no muestran síntomas), es más baja de lo que se temía. Esa mortalidad se concentra en adultos mayores de 65 años, especialmente aquellos con problemas cardíacos, pulmonares u obesidad. En 1957, una década después del traumático fin de la Segunda Guerra Mundial, esa gripe arrasó el mundo, causando más de un millón de muertes. Fue especialmente dañina en lugares como Chile y Egipto, pero las sociedades no se aislaron completamente. Nunca fue una opción.
La decisión política de implementar cuarentenas crea consecuencias socioeconómicas profundas. El shock económico de cerrar la economía comienza con la oferta (que se restringe automáticamente), pero rápidamente se convierte en uno de demanda. Se destruyen trabajos, consumo, crédito. Menos crédito es menos dinero, haciendo difícil llevar las deudas ya acumuladas por tantos años de tasas bajas.
Estos shocks no alteran las tendencias históricas de nuestra época, pero sí las aceleran. Y mucho.
Desde principios de los años 90, la apuesta de Estados Unidos al permitir el acceso de China a la globalización fue apuntalar al régimen chino para ser más abierto, más capitalista y menos autoritario. En pocas palabras, más occidental. Pero no fue así. Incluso antes de la llegada de Donald Trump al poder, en Estados Unidos se vislumbraba un cambio de paradigma respecto de China: hoy los antiguos socios económicos son rivales geopolíticos. El futuro profundizará la divergencia.
La crisis post Covid solo acentuará esa competencia de poderes, que va desde lo tecnológico (el rol de Huawei en las redes 5G) a lo social (el acceso del Estado a la información privada para rastrear contactos, sean del virus o políticos).
Dentro de Estados Unidos, la destrucción monumental de trabajos de las últimas semanas (y los próximos meses) profundizará la inequidad y el declive de la movilidad social. Las acciones de la Reserva Federal han salvado –por ahora– a los mercados, ayudando a aquellos con acciones y bonos. Pero los trabajos se pierden igual, dejando en evidencia la falta de red de contención social o sanitaria para gran parte de la sociedad americana. Mientras creció la economía, Trump pudo decir que él fue el mejor presidente de medio siglo para los trabajadores más vulnerables. Ya no más.
Por su parte, la Unión Europea y la Eurozona en particular van a tener que decidir si construyen una unión fiscal que se asemeje a los Estados Unidos de Europa, o si las naciones se mantendrán solitarias. Luego de años de relativa calma, el Covid catalizó la discusión de la crisis del euro: si las deudas son solo nacionales ante un shock paneuropeo, ¿por qué Italia y España deberían aceptar condicionamientos fiscales para siempre sin siquiera la promesa de federalización? En particular Alemania deberá decidir entre la federalización y la irrelevancia.
Con menos recursos fiscales y menos control de las expectativas inflacionarias, los mercados emergentes sufriremos más la crisis simultánea de oferta y demanda. En ese contexto, será crucial que el G20 apoye a los países que actúan responsablemente, en términos sanitarios y económicos, ante el shock. Paradójicamente, será más difícil y necesario atraer inversión real para hacer crecer la economía después de largos años de letargo.
Sin embargo, no hay que ser ilusos. Las actitudes de unión antes del vendaval nunca duran después de la tormenta. En este mundo cada vez más bipolar entre Estados Unidos y China, Europa y los mercados emergentes como el nuestro tendremos que elegir un camino, un socio estratégico. Tenemos que pensar desde hoy nuestra respuesta –interna y externa– ante la aceleración de la historia que el Covid ha cristalizado.
*Historiador económico y fundador de Uala.