A veces tengo la impresión de que hablamos de Carlos Menem como si hubiese sido una nevada, una sequía, un sismo, un temporal: un fenómeno de la naturaleza. Lo pensamos y lo recordamos como si hubiese sido una cosa que simplemente nos sucedió, sin que mediara voluntad, sin que nadie lo decidiera. Pero lo cierto es que fue, bien lo sabemos, elegido por el voto de la ciudadanía, y luego reelegido; y aun en 2003, en la primera vuelta electoral, obtuvo una mayoría de sufragios. Y eso cuando ya se sabía, perfectamente bien, hasta qué punto su gestión política involucraba un proyecto de impunidad, de perdonar lo imperdonable, de dejar asesinos sueltos; una negligente amnesia que, suprimiendo el pasado, nos embrutecía; un imperio de ligereza de infatigables frivolidades; el método de desahuciar el Estado, para favorecer negociados y negocios; la producción en gran escala de pobreza y desocupación, a niveles desesperantes; la corrupción a mansalva, casi sin necesidad de disimulo; un hecho grave en particular: el contrabando de armas a Ecuador; un hecho criminal en particular: la voladura de un arsenal militar en Río Tercero, hecho que costó varias vidas.
¿Importó? Según parece, no tanto. O según parece, no a tantos. Se sostuvo mientras se sostuvo ese sueño absurdo de electrodomésticos y viajes al Caribe, vano sueño de primermundismo a pleno, de que un peso pudiese valer lo mismo que un dólar. Y eso a pesar de que, mientras tanto, verdaderas pesadillas se estaban volviendo realidad para unos cuantos. Y ahora, ahora mismo, ¿importa? Yo no lo sé. Admito que me gustaría poder pensar que sí. Una buena manera de expresarlo, a mi entender, sería votar a los que nunca tuvieron nada que ver con eso, ni podrían tener nada que ver tampoco; votar a los que se le opusieron con firmeza desde un principio, sin concesiones y sin componendas, sin jugosos beneficios y sin ninguna complicidad.