Durante la última cumbre de Davos, en 2008, se le preguntó a un futurólogo sobre los fenómenos que alterarían a la humanidad en los próximos 15 años y éste propuso que se consideraran esencialmente cuatro, que le parecían seguros. El primero, que un barril de petróleo costaría quinientos dólares. El segundo concernía al agua, destinada a convertirse en un producto comercial de intercambio exactamente como el petróleo; en fin, que veremos las cotizaciones del agua en la Bolsa. La tercera previsión atañía a Africa, que en las próximas décadas, según el futurólogo, se convertiría con toda seguridad en una potencia económica, un hecho que todos esperamos. El cuarto fenómeno, según este profeta profesional, era la de-saparición del libro. A estas alturas, por lo tanto, se trata de saber si la desaparición definitiva del libro, si de verdad llegara a producirse, podría entrañar para la humanidad las mismas consecuencias que la penuria programada del agua, por ejemplo, o que la inaccesibilidad del petróleo.
Umberto Eco: ¿El libro desaparecerá a causa de la aparición de Internet? Escribí sobre este tema hace tiempo, es decir, cuando la pregunta parecía pertinente. A estas alturas, cada vez que alguien me pide que me pronuncie al respecto, no puedo sino repetir el mismo texto. En cualquier caso, nadie se da cuenta de que me repito, porque no hay nada más inédito que lo que ya se ha publicado y, además, porque la opinión pública (o por lo menos los periodistas) tienen siempre la idea fija de que el libro desaparecerá (o quizá los periodistas piensan que son los lectores los que tienen esa idea fija) y todos formulan incansablemente la misma pregunta. En realidad, hay poco que decir al respecto. Con Internet hemos vuelto a la era alfabética. Si alguna vez pensamos que habíamos entrado en la civilización de las imágenes, pues bien, el ordenador nos ha vuelto a introducir en la galaxia Gutenberg y todos se ven de nuevo obligados a leer. Para leer es necesario un soporte. Este soporte no puede ser únicamente el ordenador. ¡Pasémonos dos horas leyendo una novela en el ordenador y nuestros ojos se convertirán en dos pelotas de tenis! En casa, tengo unas gafas Polaroid que me permiten proteger los ojos de las molestias de una lectura constante en pantalla, pero no es una solución suficiente. Además, el ordenador depende de la electricidad y no te permite leer en la bañera, ni tumbado de costado en la cama. El libro es, a fin de cuentas, un instrumento más flexible. Ante la disyuntiva, hay una sola opción: o el libro sigue siendo el soporte para la lectura o se inventará algo que se parecerá a lo que el libro nunca ha dejado de ser, incluso antes de la invención de la imprenta. Las variaciones en torno al objeto libro no han modificado su función, ni su sintaxis, desde hace más de quinientos años. El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se han inventado, no se puede hacer nada mejor. No se puede hacer una cuchara que sea mejor que la cuchara. Hay diseñadores que intentan mejorar, por ejemplo, el sacacorchos, con resultados muy modestos: la mayoría de ellos no funciona. Philippe Starck intentó mejorar el exprimidor, pero su modelo (para salvaguardar una determinada pureza estética) deja pasar las semillas. El libro ha superado sus pruebas y no se ve cómo podríamos hacer nada mejor para desempeñar esa misma función. Quizá evolucionen sus componentes, quizá sus páginas dejen de ser de papel. Pero seguirá siendo lo que es.
Jean-Claude Carrière: Parece que el libro electrónico, en sus últimas versiones, le hace la competencia directa al libro escrito. El modelo Reader contiene ya ciento sesenta títulos.
U.E.: “Es evidente que un juez se llevará a casa con mayor facilidad las veinticinco mil páginas de escritos de un proceso en curso si las guarda en un libro electrónico. En muchos campos, el libro electrónico será cómodo, pero en circunstancias de uso no corrientes. Yo simplemente sigo preguntándome si, incluso con la tecnología más adecuada a las exigencias de la lectura, será de verdad mejor leer Guerra y paz en un libro electrónico. Ya veremos. En cualquier caso, no podremos seguir leyendo a Tolstói y todos los libros impresos en pasta de papel, porque estos ya han empezado a descomponerse en nuestras bibliotecas (...)
Jean-Philippe De Tonnac: Con la aparición de nuevos soportes, cada vez más adecuados empíricamente a las exigencias y al confort de la lectura, ya se trate de enciclopedias o de novelas on line, ¿por qué no imaginar una lenta desafección hacia el objeto libro en su forma tradicional?
U.E.: Todo puede pasar, desde luego. Cabe que los libros mañana interesen sólo a una minoría de indómitos que podrían ir a satisfacer su curiosidad nostálgica en los museos, en las bibliotecas…
J-C.C.: De seguir existiendo.
U.E.: Pero también podemos imaginar que esa formidable invención que es Internet desaparezca en un futuro. Exactamente como los dirigibles desaparecieron de nuestros cielos. Cuando el Hindenburg se incendió en Nueva York, poco antes de la guerra, el dirigible ya no tenía futuro. Lo mismo sucedió con el Concorde: el accidente de Gonesse en el año 2000 resultó mortal. En cualquier caso, esa es una historia extraordinaria: se inventa un avión que, en lugar de tardar ocho horas en atravesar el Atlántico, tarda tres. ¿Quién podría rebatir semejante progreso? Pues bien, se renuncia al Concorde, tras la catástrofe de Gonesse, estimando que ese avión resulta demasiado caro. ¿Es una razón seria? ¡También la bomba atómica sale carísima!
J-P.T.: Les cito unas observaciones que hacía Hermann Hesse a propósito de una probable «relegitimación» del libro que, según su opinión, sería consecuencia de los progresos técnicos. En los años treinta, Hesse afirmaba: «Cuanto más se satisfagan con el tiempo ciertas necesidades populares de entretenimiento y enseñanza a través de otros inventos, más recuperará el libro su dignidad y autoridad… No hemos alcanzado todavía el punto en el que los nuevos inventos rivales, como la radio, el cine, etc., descarguen al libro de esa parte de sus funciones que no merecen la pena».
J-C.C.: En este sentido no se equivocaba. El cine y la radio, así como la televisión, no le han quitado nada al libro, nada que no pudiera perder «sin daños».
U.E.: En un momento determinado los hombres inventan la escritura. Podemos considerar la escritura como la prolongación de la mano, y en este sentido tiene algo casi biológico. Se trata de una tecnología de comunicación inmediatamente vinculada al cuerpo. Una vez inventada, ya no puedes renunciar a ella. Una vez más, es como haber inventado la rueda. Las ruedas de hoy siguen siendo las de la Prehistoria. Al contrario, nuestras invenciones, cine, radio, internet, no son biológicas.
J-C.C.: Tiene razón en subrayarlo: nunca hemos tenido más necesidad de leer y escribir que en nuestros días. (...)No podemos siquiera usar un ordenador si no sabemos leer y escribir. Claro que esto plantea una nueva cuestión: ¿es posible expresarse sin saber leer ni escribir?
U.E.: Homero respondería sin ningún género de duda que sí.
J-C.C.: Pero Homero pertenece a una tradición oral. Sus conocimientos los adquirió a través de esa tradición, en una época en que todavía nada se había escrito en Grecia. ¿Se puede imaginar hoy a un escritor que dicte su novela sin la mediación de la escritura y que no conozca nada de la literatura que lo ha precedido? Quizá su obra tendría la fascinación de la naïveté, del descubrimiento, de lo inaudito. Pero, en todo caso, parece que carecería de lo que nosotros, a falta de un término mejor, llamamos «cultura». Rimbaud era un joven dotadísimo, autor de versos inimitables. Pero no era lo que llamamos un autodidacta. A sus dieciséis años, su cultura ya era clásica, sólida. Sabía componer versos latinos. No hay nada más efímero que los soportes duraderos
J-P.T.: Ahora, ¿qué pensar de esos soportes diseñados para almacenar la información y nuestras memorias personales (disquetes, cintas, CD-ROM) que ya hemos dejado atrás?
J-C.C.: En 1985, el entonces ministro de Cultura, Jack Lang, me pidió que creara y asumiera la responsabilidad de una nueva escuela de cine y televisión, la Fémis. Bajo la dirección de Jack Gajos, reunía algunos técnicos excelentes y me ocupé del destino de esa escuela durante diez años, desde 1986 hasta 1996. Durante esos diez años, tuve que estar al corriente, como es natural, de todas las novedades relativas a los campos que nos incumbían. Uno de los verdaderos problemas que tuvimos que resolver era, sencillamente, cómo enseñarles las películas a los estudiantes. Cuando vemos una película para estudiarla, analizarla, hay que interrumpir la proyección, ir hacia atrás, ir hacia delante, a veces, fotograma a fotograma. Exploración imposible con una copia clásica. En aquella época teníamos cintas de vídeo, pero se deterioraban muy rápidamente. Al cabo de tres o cuatro años de uso, resultaban inutilizables. En ese mismo período nació también la Videoteca de París, que se proponía conservar todos los documentos fotográficos y fílmicos sobre la capital. Podíamos elegir si archivar las imágenes en cintas electrónicas o en CD, que por aquel entonces denominábamos “soportes duraderos”. La Videoteca de París eligió las cintas electrónicas e invirtió en ellas. En otros lugares, se experimentaban también los floppy disks (discos flexibles), de los que sus promotores contaban maravillas. Dos o tres años después, en California, apareció el CD-ROM (compact disc-read only memory). Por fin teníamos la solución. Un poco por doquier se sucedían demostraciones miríficas. Aún me acuerdo del primer CD-ROM que vimos: hablaba de Egipto. Estábamos admirados, seducidos. Todos se inclinaban ante esa invención que parecía resolver las dificultades con las que nosotros, profesionales de la imagen y del archivo, nos topábamos desde hacía mucho tiempo. Hoy en día, las empresas norteamericanas que entonces producían esas maravillas han cerrado, desde hace por lo menos siete años.
*Dramaturgo.
**Semiólogo y novelista.