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El monstruo de dos cabezas

Criado en el seno de una familia progresista, mis primeros años de vida transcurrieron en instituciones educativas y recreacionales que, a cargo de ese ideario y encargadas de reproducirlo, forjaban el carácter infantil llevándonos a actos donde cantábamos el himno del gueto de Varsovia y sobrevivientes de los campos de concentración alzaban las mangas de sus camisas para mostrar los números marcados en sus antebrazos.

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Criado en el seno de una familia progresista, mis primeros años de vida transcurrieron en instituciones educativas y recreacionales que, a cargo de ese ideario y encargadas de reproducirlo, forjaban el carácter infantil llevándonos a actos donde cantábamos el himno del gueto de Varsovia y sobrevivientes de los campos de concentración alzaban las mangas de sus camisas para mostrar los números marcados en sus antebrazos. Los maestros, por su parte, se deleitaban contándonos la heroica lucha del pueblo vietnamita y describiéndonos las torturas que las tropas estadounidenses les infligían, relatos que debían producir nuestro alineamiento con la causa del proletariado mundial y de su vanguardia, la Unión Soviética.

La idea del bien y de la causa justa hace estragos, y supongo que todo aquello era un entrenamiento para llegar al momento de nuestro sacrificio militante en beneficio de la humanidad. Recordando aquellas épocas, hoy me llama la atención que en los juegos que nos hacían jugar tuviera un lugar destacado el juego de la silla, donde participan diez niños y nueve sillas. Los niños corren siguiendo el ritmo de las palmas del maestro y, cuando éste cesa de aplaudir, todos deben sentarse, y queda uno afuera. Esto se sigue en progresión decreciente hasta que quedan dos niños corriendo alrededor de una silla, y al final, uno “queda afuera” y el otro es el ganador. La épica izquierdista escondía el germen de la moral individualista, su moral del triunfo y la exclusión.