En las ciudades civilizadas, cuando uno necesita ir de un punto a otro en auto tiene prácticamente una sola opción, para la cual ya existe un verbo: uberear. Uber ofrece un servicio de altísima calidad, previsible y con un costo que, la mayoría de las veces, equivale a la mitad de lo que un taxi cobraría por el mismo servicio.
El uso es sencillísimo: se elige en el celular el punto de partida y el destino, el auto que uno necesita (para cuántas personas y con cuántos bultos), la calidad del vehículo (normal o lujoso), la calificación del chofer y la música que uno quiere escuchar. Se puede programar un viaje con antelación y no habrá suspensiones. Mientras se espera (no más de tres minutos), se siguen los movimientos del autito cuya patente se conoce en un mapa. Los autos están en impecables condiciones y la ruta no dependerá del capricho del conductor (cuyo nombre también aparece en la aplicación) porque está prefijada.
Al bajarse, basta con decir “Que tenga un buen día”, “Gracias por el viaje” y, si acaso uno lo considera indicado, se puede dejar una propina. Pero nadie la está esperando, nadie hace problemas con el cambio, nadie bufa por el estado del mundo y nadie interfiere con la propia vida. El menor problema puede ser denunciado y uno recibe un crédito inmediato.
En la civilizadísima Lima, un chofer de Uber se quejó (con una simpatía memorable) de las autoridades de la ciudad porque no señalizaban las calles. El mapa sabía cómo llegar, pero él no tanto.
En la ciudad de Buenos Aires, agobiada por las mafias del asfalto, uberear es casi clandestino, la tarifa que se aplica es “dinámica” (es decir, el viaje puede llegar a costar cualquier cosa) y hay que pagar en efectivo porque el Gobierno y la Justicia tomaron partido en favor de los mafiosos. Así estamos: condenados a los taxis, a ese servicio caduco, a la hediondez, a las conductas erráticas, al capricho del conductor y sus opiniones fascistas.