Nick Cave pasó como ráfaga helada, como el cuervo nigérrimo, la nube oscura. Pegados a él acudieron todos los fantasmas. Algunos son perversos; otros, festivos, pero todos son fantasmas. Cave rebrota emociones y recuerdos de nuestra juventud; los ordena con sus manos mágicas en el aire enrarecido, los invoca para que se presenten como humo y nos obliga a respirarlos. Lo que estaba muerto se pone otra vez y siempre en pie.
De la música que tocó no sé absolutamente nada. Fue un rompecabezas antológico hecho de punk, de evangelismo, de baladas que conozco de memoria; un estado de gracia arrebatado a la noche en Paternal, ese triángulo de Bermudas inaccesible que la Ciudad ha dejado como un hueco, como una entrada al Hades de cemento.
Al segundo tema, todo el sistema eléctrico colapsó y el hit del verano no se hizo esperar; claro está que fue culpa de Macri. Pero la realidad duró solo un segundo. Y fue muy próspero. Porque Nick debió reorganizar la pose, la canción, el armatoste literario que lo envuelve como un mantra. Tres veces inició la melodía. Y el error técnico, inesperado, normalísimo, delató que detrás de su dolor, su maravilla, hay además un relato primorosamente elaborado, un plan técnico, un personaje, un drama, un cuento ululado para adultos.
Hace poco, su hijo adolescente murió de manera trágica. Todos sabíamos que ese espíritu rondaba la canción. Pero el poeta canta tenazmente de otro dolor universal, otras ausencias. Nick Cave tiene un plan para tratar de ser feliz a toda costa. ¿Qué más queda?
Yo no voy nunca a recitales. Esto fue evidentemente alguna otra cosa.