Eran las 17 del miércoles 13 y yo iba a retirar a mis hijos del colegio. El trayecto en el subte había sido un déjà vu; mujeres sin edad y hombres sin afiliaciones, leyendo las últimas noticias en el celular, asomando sus narices con intriga y pasión a un momento histórico. La discusión por la legalización del aborto estaba dejando un tendal de enseñanzas como no había sucedido en años en el país. La discusión de ideas se dio en la calle, en las casas, en los medios y a la vista de todos, algo muy diferente al modelo reinante en la política, donde las cosas se hablan en cuartos oscuros, lejos de micrófonos y testigos.
Mis últimos pasos antes de llegar al cole me encontraban absorto en estos pensamientos cuando una imagen, debo decir una sucesión de imágenes, me abofeteó: chicas y chicos (¿deberíamos decir chiques?) de 16 y 17 años que acababan de salir del colegio caminaban esa tarde juntos en dirección al subte, desafiando al frío y enarbolando banderas de reivindicación del movimiento pro legalización.
Eran adolescentes con símbolos feministas en las mejillas que iban a ser parte de una lucha histórica. Sabían que el cambio se iba a dar ahí, en esa plaza donde tantos derechos fueron vulnerados, pero también se conquistaron tantos avances. Estaban haciendo política a su manera. Más tarde, allí reunidos, ninguno repudió al Congreso o le arrojó proyectiles. Se acercaron al lugar donde se crean las leyes que rigen a los habitantes de este suelo y entregaron su esperanza y convicciones a 255 diputados elegidos por mandato popular. Ellos no quieren la destrucción del sistema; quieren que los represente a todos, a los que están a favor y en contra. Allí estaban dándole entidad a la democracia y atestiguando su funcionamiento. No querían embanderados sacando rédito, querían que el rédito sea, de una vez por todas, de ellos.
En estas últimas semanas he comenzado a escuchar el concepto de que avanza un sentimiento antipolítica, pero nada veo más lejos de la realidad. El sentimiento de gran parte de la sociedad es antipolíticos. Los representantes del pueblo en ejercicio y las figuras cercanas a la autoridad sufren hoy el desgaste propio de una batalla cultural que la sociedad entiende se ha transformado en una lucha por el poder.
En el último Monitor de Credibilidad Nacional encontramos que solo 3 de cada 10 argentinos le creen al Gobierno cuando dice que está trabajando por un mejor futuro para todos, pero solo 2 de cada 10 a la oposición cuando dice lo mismo. Eso explica la falta de nuevos líderes opositores en este mal momento del Gobierno, pero también deja en evidencia que la mitad del país cree que nadie está trabajando para mejorar su vida.
Si esta desesperanza fuera respecto de la política y no de los políticos, no hubiera habido un alma en esa plaza. Sin embargo, mujeres y jóvenes nos han dado allí una gran lección: “Si la realidad no es lo que querés, transformala en favor y a pesar de todos”. Es en los más jóvenes donde nace otra visión de la política. Esos a los que el Gobierno habla a través de las redes sociales sin lograr que le crean. El votante de Cambiemos está fuertemente anclado en personas mayores cansadas del peronismo y el ejercicio del poder de las últimas décadas, pero los jóvenes no son convencidos: entienden el idioma de las redes y se dan cuenta de los artilugios.
La política inició un camino a través de ellos, lejos de los políticos. Habrá que esperar que estos últimos lo entiendan, o que el devenir de este movimiento sin dueño nos de una primera hija/o capaz de canalizar las nuevas demandas. El nuevo liderazgo que se requiere ya no es mesiánico, paternalista o unívoco, sino transversal, colectivo y empático. Hacia allá vamos liderados por lo mejor que tenemos: nuestros jóvenes.
*Socio director, Taquion.