Le pregunté si sabía que había sido muy valiente por haber sido una esclava sexual del Estado Islámico y ahora estar contándolo. Guardó silencio. Luego, con la inocencia de sus 15 años, respondió.
—Estaba sola. Mi mamá y mi papá no estaban. O hacía algo o moría.
A las tres de la tarde habíamos quedado en el edificio en el que vivía desde su exilio en Heilbronn, un pueblo rural de 120 mil habitantes en el estado federado de Baden-Wurtemberg, en el sur de Alemania, al que llegamos perdiéndonos varias veces. Era ya junio de 2016 y Heilbronn, como el resto de las ciudadelas de Alemania occidental, tenía un aire sosegado, prolijo y campesino, ahora salpicado por centenares de ojos negros, teces morenas y ruidosos acentos, reflejo del gran número de migrantes árabes que habían llegado en los últimos meses.
Tocamos el timbre en el anónimo edificio de tres pisos; Samia Sleman Kamal no se encontraba en la casa. Ante nuestra impuntualidad, había aprovechado para recuperar instantes de su infancia robada y se encontraba jugando con sus dos hermanos más pequeños en el patio. Alrededor, la casa se abrió paso ante nuestros ojos como un lugar provisional, despojado de todo adorno y memoria de la familia de yazidíes que ahora la ocupaban: Samia, sus seis hermanos, un tío y la madre, Khalida. Por ser yazidí, una minoría étnicamente kurda y de una religión preislámica, Samia había caído en las garras del Estado Islámico con apenas 13 años, el 3 de agosto de 2014, fecha en la que miles de combatientes del violento grupo de fundamentalistas islámicos asaltaron el distrito de Sinyar (Irak) y varias localidades de Siria en una nueva y salvaje escalada de brutalidades cuyo blanco fueron precisamente los yazidíes. La agresión a Samia fue posterior a la ocupación de la importante y multiétnica ciudad de Mosul, ocurrida dos meses antes. Desde el primer momento, el plan, minuciosamente estudiado y planificado, consistió en una sistemática limpieza étnica de la zona de Sinyar, limítrofe con Siria y antaño hogar de una comunidad de 400 mil yazidíes. En pocas horas, ese 3 de agosto, y luego en los días posteriores, miles de yazidíes hombres y niños mayores de 12 años fueron ajusticiados sumariamente, las mujeres hechas esclavas, vendidas y violadas reiteradamente, y los más pequeños enviados a campos de adoctrinamiento y entrenamiento yihadista. No encontraron resistencia.
“Samia está llegando”, interrumpió el mayor de los hermanos alcanzándonos dos vasos de cola. Ella apareció en un santiamén, como si fuera un fantasma, vestida con una camisa negra y unos jeans ajustados que acababan en unos pies descalzos y con unas uñas cuya pintura había sido roída. El pelo, negrísimo y extremadamente largo, la enmarcaba achicando aún más su metro cuarenta y cinco centímetros de altura. No era una mujer, ni una niña. “¿Sabe que hay miles de yazidíes que, mientras hablamos, siguen secuestradas? Ya han pasado casi dos años”, nos dijo, con una desenvoltura increíble para una adolescente. Semanas antes, daba su testimonio ante la ONU, y la asociación Global Jewish Advocacy le entregaba un premio. Tal vez jamás tendría justicia, nunca una corte penal castigaría a los salvajes verdugos que la sodomizaron durante meses. Pero aun así, ella quiso contar su historia.
Le dijimos que, si se sentía más cómoda, le pidiera a su hermano que nos dejara a solas. Ella asintió, y girando la cabeza, se dirigió al joven, el cual enseguida salió de la habitación. Samia empezó a hablar.
—Nací en Herdan, un pueblo rodeado por un paisaje árido y montañoso, entre Mosul y Sinyar. El 29 de octubre del año 2000, o quizá algún día antes, no lo sé con precisión, ya que en Irak nunca se ha prestado mucha atención a cuando uno nace. Tres hermanos me precedieron y otros tres vinieron después de mí. Mi padre me amaba mucho. A él y a mi madre les costaba ganarse la vida, así que trabajaban día y noche en los campos de Sinyar. Me decían que querían algo diferente para mí, que no fuéramos tan pobres. Mi madre era analfabeta y no quería el mismo destino para mí, decía. Yo le creía. Sin embargo, pronto mis sueños se frustraron. Entendí que éramos una minoría, que vivíamos bajo un peligro hondo en sus raíces. Sólo con Saddam Hussein, nosotros, los yazidíes, habíamos gozado de algún amparo, me dijeron. Y éste fue derrocado tres años después de mi nacimiento; lo ahorcaron en 2006. Yo no pensaba mucho en la política. No sabía lo que estaba por venir.
Eran las cuatro de la tarde del 3 de agosto de 2014. Todo fue muy rápido. Llegaron en furgonetas, armados, y tomaron el control de los pueblos en que vivíamos, incluso de Herdan. En dos horas, nos reunieron a todos. Separaron a las mujeres de los hombres y, a nosotras y a los niños, nos hicieron subir en camiones, mientras que los hombres fueron vendados. No sé qué pasó luego con ellos. Probablemente los mataron, pero no lo sé. Entre los hombres estaba mi padre. A nosotras nos llevaron hasta un caserón militar y nos despojaron de todo lo valioso que teníamos, joyas y dinero. Nos volvieron a dividir en dos grupos: las mujeres mayores por un lado; las jóvenes por otro. Entonces nos trasladaron a Tal Afar, en el Sinyar, y nos encerraron en una escuela. Allí terminó mi vida. Nos agarraban con sus manos, tocaban nuestros cuerpos y se reían. Junto con mi madre, mi hermana, mis dos hermanos pequeños y mi abuela, estuvimos en esa escuela durante quince días. Todos los días violaban a varias chicas. Empezaron por las más jóvenes, de entre 9 y 15 años, las penetraban sin piedad. Cuando no se entretenían con nosotras, vivíamos rodeadas de inmundicias, agolpadas las unas sobre las otras en las que antes habían sido las aulas donde aprendíamos a leer y escribir; nos daban lo mínimo para que no muriéramos rápidamente. Yo tenía 13 años y ya podía despedirme de mi infancia.
Me desvirgaron. Ya no me acuerdo ni qué aspecto tenía el que lo hizo.
*Corresponsal en Roma. **Periodista. Fragmento del libro Mi nombre es Refugiado, Editorial UOC.