Hoy es la segunda vuelta en Chile. El candidato de centroderecha suma votos pinochetistas, y el de centroizquierda, chavistas. Estos últimos dieron una gran sorpresa en la primera vuelta mostrando que en Chile, como en otros lugares, el discurso populista genera fuertes adhesiones juveniles. Es que la democracia produce malestar en todas partes, y en Chile, el mundo cultural vuelve hacia el mesianismo revolucionario. En Argentina, a pesar de la dolorosa experiencia kirchnerista –esa combinación insólita de corrupción, incompetencia y fanatismo– pasa algo parecido. Escritores, cineastas, artistas, académicos, periodistas sostienen mayoritariamente las campañas que el populismo les propone cada semana como cebo. Pero el malestar con la democracia se manifiesta también hacia la derecha bajo un supuesto liberalismo que admira a personajes tan poco liberales como Donald Trump.
Pero quiero volver a Chile, porque esta semana leí una novela interesante: Monroe, de Marcelo Mellado, original escritor y personaje correoso de la fauna intelectual chilena. Monroe es un libro de aventuras cuyo protagonista es un tal Conrad (¿Conrad?), joven líder aborigen que prepara una revuelta de los suyos en alianza con otros sectores sumergidos. Conrad viaja a Ciudad Caníbal para asesinar al Carnero, el tirano que oprime Monroe. La descripción de la lucha política de los “pueblos abandonados” (Mellado descarta por despectivo el término “originarios”) tiene un tono inequívoco: “También se trataba de una lucha social, a partir de la evidencia de que los medios de producción y el control de las fuerzas productivas le pertenecían a la oligarquía de Ciudad Caníbal”. Conrad es una mezcla de Caupolicán con Lenin que relee los discursos de Allende, un guerrero lúcido y valiente que empalma la sabiduría ancestral con los nuevos tiempos de la militancia estudiantil, la lucha medioambiental y el feminismo. El personaje es la perfecta encarnación del sueño de la izquierda en el que los lonkos y las machis (esas palabras que los argentinos descubrimos hace muy poco) unen fuerzas con pescadores aguerridos y profesoras sabias.
Pero Mellado, mediante intervenciones en cada capítulo, avisa que el viaje odiseico de Conrad es una fábula para educar a un hijo formado en las aventuras de Conan el Bárbaro, “una historieta alegórico-pastichera que será regida por la industria del entretenimiento”. Mientras Conrad se acerca a su destino, se empiezan a mezclar la austeridad con el consumo refinado, las canciones de Violeta Parra con las de Frank Sinatra. El protagonista advierte los peligros de su propia condición y siente el fastidio “de un viaje episódico y reiterativo, la ocupación burda del estilema heroico clásico, del arquetipo mítico como sustrato de un proyecto político. Monroe como patria del otro en que el aroma utópico del relato es un recurso para neutralizar la banalidad del hecho político”. Ambigua hasta la contradicción, suma de pulsiones divergentes, la novela funciona al mismo tiempo como refutación del relato de la izquierda y como un intento de refundarlo. Conrad, dice hacia el final Mellado, “tuvo la más íntima convicción de que solo la ficción nos hará libres y nos convertirá en verdaderos ciudadanos”. Monroe resulta así una reivindicación de la literatura como antídoto contra las ciencias políticas.