Rodolfo Oscar Rabanal nació en 1940 y Rodolfo Enrique Fogwill en 1941. Fogwill murió en 2010, y en 2014, “para comprender el legado de uno de los escritores argentinos más relevantes de los últimos treinta años”, se editó Fogwill, una memoria coral, un libro de testimonios recogidos por Patricio Zunini. Casi al mismo tiempo salió La vida escrita, donde Rabanal reúne fragmentos de sus diarios, “las entradas de distintas libretas de apuntes y notas a lo largo de veinte años”.
Los textos ordenados con esmero y lucidez por Zunini hablan de Fogwill, pero tienen como trasfondo la misma época, los mismos temas (la carrera de un escritor, la convulsionada vida política argentina) que La vida escrita. Aunque hay unos cuantos nombres en común en ambos libros (Héctor Libertella, Germán García, Daniel Divinsky, María Moreno, entre otros) Rabanal no menciona a Fogwill ni su nombre aparece en la memoria colectiva de Zunini. Podría apostar a que se conocieron, pero no sé si las respectivas ausencias obedecen a la casualidad o a razones más pesadas. De todos modos, poco importa. En cambio, de la lectura resulta que si bien Rabanal y Fogwill fueron contemporáneos, trataron a la misma gente y fueron leídos por los mismos lectores, la realidad que ambos transitaron parece la superposición de dos ilusiones contrapuestas.
La propia estructura del libro de Zunini define al personaje más que las anécdotas que se cuentan sobre él. Cuesta encontrar entre los cincuenta entrevistados uno al que Fogwill no haya impresionado de un modo contundente. Poca gente dominó como él el oficio de provocador, de escritor maldito. O más bien de personaje maldito que escribía porque la escritura de Fogwill está más cerca de la ortodoxia que de la ruptura. Y, al mismo tiempo, poca gente del medio cultural fue tan frontal, tan generosa, tan útil para los demás aun en la confrontación. Incluso tan querida. Sin embargo, el libro deja cierta tristeza. Primero, por la evidencia de un sufrimiento físico y espiritual desusado, pero sobre todo porque el implacable deseo de Fogwill de ser un gran escritor es negado por varios de sus amigos (Sergio Bizzio: “Para mí es el autor de una obra muy despareja, aunque me duela decirlo”). Fogwill, gran lector, merece más una relectura que ser promovido al bronce a golpes de propaganda.
El Rabanal que se autorretrata es muchos menos espectacular. Sus opiniones no son audaces como las de Fogwill, sino más bien convencionales y hasta timoratas. Casi no habla mal de nadie y cuando habla bien de un libro o de una película lo hace bajo el paraguas del consenso cultural de la época. En política es un progresista moderado y hasta es capaz de atormentar a los lectores con una exposición del sistema filosófico de Mario Bunge.
Pero La vida escrita es una hazaña literaria. Bajo la apariencia de ordenar apuntes personales, Rabanal escribe una verdadera novela. Una novela que cuenta cómo un escritor termina su primer libro cuando muere Perón y se preocupa por su carrera, por la escritura, por el dinero y por el sexo en plena dictadura. La consistencia y la sutileza con las que Rabanal se coloca en ese lugar sin absorber una culpa obligatoria (y que Fogwill solía forzar en sus interlocutores) contribuyen a la secreta originalidad de La vida escrita.