Las naciones latinoamericanas han experimentado experiencias paralelas durante el siglo XXI, con algunos elementos comunes y otros diferenciados. Es interesante entender este contexto para tener una perspectiva más amplia de lo que ha ocurrido en la Argentina.
Un elemento común es el descrédito de la política y la existencia de un sentimiento antipolítico, que se ha expresado de diferentes maneras. De un lado vemos la elección de López Obrador, representando un populismo nacionalista, que explota el desprestigio de los tradicionales partidos PRI y PAN, y las declamaciones de Donald Trump contra México. Por el otro, la elección de un gobierno no populista y no nacionalista como el de Duque en Colombia, apoyado por el ex presidente Uribe, opuesto a las negociaciones de paz con la FARC del presidente Santos, por ser demasiado concesivas. A su vez, se sigue observando el desprestigio interno creciente de los regímenes de Venezuela y Nicaragua, que deben recurrir a una violencia estatal extrema para sobrevivir.
El descrédito político se extiende hacia el Sur, donde el desprestigio de los tres partidos brasileños más poderosos –PSDB, PT y PMDB– da lugar a un nuevo espectro, que va desde el nacionalismo populista del ex militar Jair Bolsonaro hasta las posiciones ambientalistas de Marina Silva. En el Cono Sur, Piñera en Chile y Macri en Argentina han triunfado –Piñera por segunda vez– contra partidos o coaliciones desprestigiadas que gobernaron durante décadas. Ambos intentan desideologizar y “cosificar” la política. Pero es interesante notar que, si como decía De Gaulle: “Detrás de las ideologías está siempre el imperialismo de los intereses”, en ambos gobiernos, autoproclamadas como “no ideológicas”, las luchas por intereses quedan claramente al descubierto. Así, también en la Argentina se observa un elemento subyacente a Latinoamérica: las graves fracturas internas de tipo político y social.
Un segundo elemento común sería la manera en que las llamadas “nuevas derechas latinoamericanas” apostarían por la globalización y la vinculación con las potencias establecidas. Casi toda Latinoamérica se había beneficiado en la primera década del siglo XXI de la globalización, y en particular del boom de las commodities, verificándose un ascenso relativo de América Latina ligado al ascenso del Asia-Pacífico. Pero la llegada al gobierno de las “nuevas derechas” en Brasil, Colombia, Argentina y Chile puso en evidencia una manera común de enfrentar un proceso de globalización ya en crisis, apostando a su relación con las potencias centrales, cuando estas tendían a cerrarse.
Así, el ex presidente Santos se autodeclararía “pro estadounidense” y buscaría el apoyo de su principal socio comercial, los Estados Unidos, para poder iniciar el proceso de admisión a la OCDE. En el caso de Brasil, el frágil gobierno de Temer buscaría establecer una “agenda cooperativa” con Washington, que incluiría la apertura comercial y financiera hacia los actores privados estadounidenses. Esto no logró evitar que sus exportaciones de acero al mercado norteamericano fueran afectadas por el proteccionismo de Trump. Quizás el enfoque más coherente fue el de Chile, que ya se había “integrado al mundo” a partir de los años 80, y se había alineado, salvo algunas excepciones, a las posiciones de Estados Unidos. Por su parte, el accionar de la Argentina ilustraría lo dicho por los académicos Nicolás Comini y Juan Antonio Sanahuja: “Esta apuesta resulta tardía y a menudo se concreta de manera inadecuada”. En el caso argentino, parte del error sería el no identificar y no apostar en forma temprana a aquellos mercados que aún no se cerraban, además de mantener un tipo de cambio muy atrasado,
Un tercer elemento común ha sido el procurar desarrollar una política exterior efectiva. Pero los enfoques variarían entre aumentar la autonomía mediante la diversificación de las relaciones y optar por el alineamiento con potencias establecidas o emergentes. Brasil se destacaría por consolidar grados de autonomía, ya que en adición a su vínculo con Washington desarrollaría relaciones más profundas con las potencias emergentes del grupo Brics (Rusia, India, China y Sudáfrica). También mantendría vínculos crecientes con Africa y Medio Oriente. A su vez, sería socio de la Argentina en la iniciativa de un tratado Mercosur-Unión Europea.
Por su lado, las naciones de la Alianza del Pacífico parecen dar gran importancia a mantener una buena relación con Estados Unidos, a pesar de las turbulencias que provoca la llegada de Donald Trump. La posición más delicada es la de México, forzado a revisar su relación con el vecino del Norte, al que su economía está intrínsecamente ligada. En el caso de Colombia, la relación con Estados Unidos sobrepasa lo comercial, entrando en el campo militar, con foco en los conflictos guerrilleros y los ligados a las drogas. Pero Colombia busca seguir el exitoso ejemplo de Chile en diversificar su comercio. Chile ha logrado esto enfocándose en el Asia-Pacífico, a través de su pertenencia al APEC y al recién firmado CPTTP, pero también estrechando sus vínculos con Europa y los EE.UU. Esto le ha dado a Chile mayores grados de autonomía.
En el caso de Argentina, se observan hoy un cierto alineamiento hacia Estados Unidos, y el ferviente deseo de que el Mercosur sirva para lograr una mayor conexión con Europa. Se ha frenado el “deslizamiento hacia Caracas”, esta última ligada políticamente a China y Rusia.
Dados los ejemplos regionales, Argentina debería sopesar las ventajas de un alineamiento con los EE.UU. versus las de generar una mayor diversificación de sus relaciones.
Esto incluye examinar la inclinación de “abrirse” al comercio y a los mercados financieros, dando prioridad a las potencias establecidas, cuando estas parecen cerrarse. Una sabia orientación en este campo puede ayudar tanto a minimizar fracturas internas como a aumentar el crédito de la administración Macri.
*Autor de Buscando consensos al fin del mundo: hacia una política exterior argentina con consensos (2015-2027).