Las democracias constitucionales están plagadas de episodios de conflicto y bloqueo entre poderes. Así que no habría en principio motivos para preocuparse de que ellos estén produciéndose entre nosotros: sería incluso una prueba de que nuestro sistema democrático todavía funciona.
Cuando hay intereses y derechos en pugna, y la división de poderes no logra que esas diferencias se negocien, alcanzando una solución cooperativa, hay dos salidas posibles: o bien el poder que impulsa el cambio sortea las resistencias, o bien el sistema se traba y no toma ninguna decisión.
¿Qué es mejor? Depende.
A veces conviene que el cambio se imponga. Sobre todo cuando no están en juego el propio equilibrio entre poderes ni los derechos civiles y políticos de los ciudadanos sino, por ejemplo, sus derechos sociales o cambios de reglas económicas ante situaciones de crisis. En estas ocasiones si los sistemas políticos no toman decisiones e innovan, los gobiernos se debilitan y el propio régimen puede colapsar. Un buen ejemplo de ello lo ofrece el largo conflicto que enfrenó a Roosevelt con la Corte Suprema norteamericana en los años 30: la Corte frenó muchas iniciativas económicas y sociales del New Deal; y que el entonces presidente pudiera sortear al menos algunos de esos bloqueos fue esencial para acelerar la recuperación económica y dar nuevas bases a la legitimidad democrática. En nuestro país se vivieron situaciones parecidas durante las crisis de 1989-1991 y 2001-2002, aunque sus saldos para la economía y la democracia argentinas fueron sin duda bastante más discutibles.
En otras ocasiones, en particular cuando las reformas en discusión sí afectan las reglas de juego político y los derechos civiles y no hay consenso entre mayorías y minorías, puede convenir que el sistema las bloquee. Es lo que ya viene sucediendo en nuestros días con la posibilidad de una reforma constitucional: el oficialismo no busca negociar ni cooperar con las minorías, sino imponer un proyecto constitucional excluyente, y las minorías han firmado un compromiso que les asegura el tercio en Diputados y el Senado necesario para frenarlo. Y también con la Ley de Medios: ella no se consensuó sino que se impuso, encima con una mayoría legislativa residual (porque los legisladores que la votaron habían sido ya desautorizados en las urnas), así que quienes se consideran afectados en sus derechos recurrieron a la Justicia, hasta aquí con éxito.
Fue precisamente por estos obstáculos, que forman parte del sistema democrático, que la voluntad oficial intenta ahora lograr una reforma.
A diferencia de los cambios a la Constitución o a la designación y remoción de jueces, esta reforma requiere en principio sólo una mayoría simple para imponerse. Y más allá de la fraseología de la “ampliación de derechos”, la verdadera razón es encontrar una vía para volver permanente la actual distribución de poder existente en el Ejecutivo y el Legislativo, cambiando radicalmente las reglas de acceso y uso del mismo en relación con el tercer poder.
De paso, le permite al Ejecutivo llevar la confrontación al territorio del “enemigo”: como los jueces fallan en su contra en algunas materias, se propone condicionarlos con nuevas reglas de juego, casi forzándolos a objetarlas, para mostrarlos, a los ojos del Gobierno al menos, como defendiendo sus propios intereses y actuando “corporativamente”. Responde a una clave similar a lo que se hizo con los medios independientes: se los acusó de dar malas noticias con la intención de perjudicar al Gobierno que quería reformarlos y “democratizarlos”.
La democracia argentina deberá demostrar en las próximas semanas que puede sortear esta prueba.
Contra lo que se cree, no fue tan impotente la oposición, porque logró hasta aquí bloquear un cambio constitucional que la hubiera dañado en forma irreversible. Y tampoco fue tan impotente la Justicia, porque frenó violaciones a la libertad de expresión que hubieran liquidado el pluralismo político.
Así que hay motivos para ser optimistas respecto de las posibilidades de bloquear esta nueva avanzada del reformismo antidemocrático. Que se va quedando sin ideas ni vías de escape, y sólo habla ya con el lenguaje del capricho.
* Sociólogo y politólogo.