Me tomo vacaciones. Suspendo la indignación. La cosa está que arde pero es enero: nada más eficaz para frenar la protesta. También me abruma escribir lo obvio: que no hay buenas noticias. Voy a una cuestión sin ninguna importancia: las calles se han llenado de hombres en calzoncillos. Los veo en todas partes, haciendo compras con bolsas ecológicas, viajando en bicicleta, mandando telegramas de retiro voluntario en el correo. Los calzoncillos son todos muy parecidos: tipo boxers, de colores claros, veraniegos, medio chiquitos, con estampados que remiten a la ropa interior de los 50. Se ve que a alguna marca se le ocurrió la moda citadina: en vez de las bermudas de rigor en pleno asfalto o las mallas sueltas sin playa ni pileta, los pantaloncitos para 2018 parecen calzoncillos. No me quise acercar a ninguno como para tocar la tela pero seguro que no son calzones sino que solo lo parecen. Allí radica toda la gracia. Que no es tanta. Parecer sin ser.
Los hombres que los usan son también todos parecidos: pelo cortísimo, barbas largas de formas estudiadas, tatuajes intrigantes. Son los hipsters sabelotodo de diversas edades. Que han extendido Palermo a todas partes, o modestamente solo hasta Almagro, que puede tolerar modas limítrofes sencillas. A veces, muchas personas hacen algo absurdo todas juntas. Pasa tanto en lo privado como en lo público. La moda es siempre interesante porque parece ir de lo masivo a lo privado: a hacernos sentir que somos únicos haciendo lo de todo el vulgo.
No pasa nada. Que estos señores vistan como quieran. Simplemente señalo la coincidencia para ver si alguien más se percató. La gracia consiste en darse cuenta ahora y no cuando la moda ya sea furor y estos calzoncillos nos parezcan geniales a todos, como los pantalones achupinados por los que no pasa el empeine pero que vinieron a quedarse para siempre, a adherirse a los muslos regordetes como una segunda piel, como una quemadura de segundo grado que no ceja nunca en el apriete.