Leí la noticia primero en The Guardian y después en El País, así que debe ser cierta. Paso entonces a relatar los hechos: hace dos semanas, un espectador del V Festival de Jazz de Sigüenza, España, denunció ante las autoridades que lo que el saxofonista Larry Ochs tocaba no era jazz, sino “música contemporánea”, género que, aseguró, “tenía contraindicado por prescripción médica”. Ante semejante imputación, se presentó la propia Guardia Civil para atestiguar que, en efecto, esa extraña música no sería jazz. Según informa El País, Ochs es un “veterano músico de post-bop y free-jazz”, aunque en realidad no es tan veterano (Nueva York, 1949) y sobre todo, olvida decir que Ochs es el fundador de Metalenguaje Records, sello discográfico que, ya desde su programático nombre, dio cabida a una tendencia –que bien podríamos llamar “jazz abstracto”– que estableció un más que agudo diálogo con cierta poesía norteamericana, en especial con los llamados “poetas del lenguaje”, como Charles Bernstein o Bruce Andrews.
Volviendo a la noticia, lo cierto es que varios músicos claves en la escena contemporánea (entre ellos Charlie Haden) reaccionaron indignados, hasta que apareció Wynton Marsalis para darle una vuelta de tuerca al asunto. Marsalis es un extraordinario trompetista, quizás el mejor en la actualidad (el que no me crea, lo invito a escuchar The Wynton Marsalis Quartet. Live At Blues Alley, de 1988) pero que, desde hace años –o quizá desde siempre– lleva adelante una triste y casi absurda campaña en defensa del jazz más conservador y de los aparentes valores perdidos del arte (dejados de lado supuestamente por culpa de la vanguardia, elitista y críptica), lo que lo llevó, por supuesto, a convertirse en una figura muy popular, en especial entre los que no conocen demasiado de jazz (de la misma manera que los que no conocen demasiado de literatura piensan que George Steiner es muy culto). Pero esta vez Marsalis tuvo sentido del humor, rasgo carente por lo general en el pensamiento conservador: rápidamente se puso en contacto con The Guardian para buscar al espectador ofendido y “en señal de gratitud” regalarle su discografía completa, autografiada. Pero por ahora sin éxito. Del ignoto denunciante poco se sabe (sólo que es un barcelonés residente en Alcorcón, una barriada a menos de 15 kilómetros de Madrid) y quizás ese anonimato también forme parte de la broma.
Ocurre que estamos demasiado acostumbrados a que las bromas, las ironías, las paradojas, provengan siempre del lado “vanguardista” del arte. Al punto tal que, como es evidente, la ironía se ha convertido en moneda de cambio en el mercado. El arte oficial de este principio de siglo está hecho de ironía, inteligencia, sentido del humor, erudición y cierta elegancia lumpen. Hace mucho tiempo, escribió T.W. Adorno: “Museo y mausoleo son palabras conectadas por algo más que la asociación fonética. Los museos son los sepulcros familiares de las obras de arte”. Nada más perimido que esa afirmación: hoy los museos son lugares progresistas, abiertos, dinámicos. Ya no son mausoleos: se han vuelto parques de diversiones. Y el arte de vanguardia en el entregador de la sortija. ¿Y qué pasa cuando la broma colosal, el happening, la ironía sutil, provienen del pensamiento conservador? Como ocurre con Charlie Haden (contrabajista de Ornette Coleman, padre del tan vanguardista free-jazz), se expresa en forma de indignación, incomprensión absoluta y búsqueda de una corrección política casi punitiva. Es que progresismo y punición también son palabras conectadas por algo más que una asociación fonética. No sé por qué, pero creo que a los músicos más radicales de jazz, de Miles Davis a John Coltrane, les hubiera encantado la broma del espectador anónimo.