Si querés caer, caete”. Libre versión de una frase popular que impuso la filósofa Casán con relación al llanto, la indolencia, la falta de voluntad y la resignación. Al menos, en apariencia, Mauricio Macri tardó más de diez meses para apartarse de esa condena oral, doméstica y popular, harto –una palabra que repitió en sus últimos comentarios– de intrigas e internas, de promesas incumplidas, de números desfavorables y de fingir que la casa está en orden. También, de pagar por lo que no recibe. Igual que los contribuyentes argentinos.
Claro, al revés de ellos, no puede alegar falta de responsabilidad en ese declive de esperanzas frustradas o dormidas. Nadie tampoco sabe si el cónclave de Chapadmalal de esta semana –otra elección no precisamente feliz en términos históricos que buena parte de su gobierno ignora– será una vuelta de campana para la administración, por cambio de políticas, tendencias o protagonistas. Difícil, como indica el manual (sea el de Menem o el de Néstor), reafirmará el proyecto, el esfuerzo y le advertirá a su gente –sin anunciarlo– que tienen una segunda oportunidad. Dice saber lo que ocurre, recibe ajenos y reconoce que en algunos capítulos su gobierno no expresa lo que él piensa (gasto público), como si nada tuviera que ver. Cuesta entender, sin embargo, el sentido del retiro político en la costa: si el Presidente se reúne con sus ministros habitualmente, si trabaja con ellos todos los días, si los instruye y discute, ¿para qué los reúne a todos juntos? A menos que tenga algo para festejar. No es el caso.
Ordena a su gabinete que no se pelee más, que evite trascendidos insidiosos y, sobre todo, hablar inopinadamente. “Si seguimos así, el año que viene los opositores nos van a romper el alma”, barboteó (dos aclaraciones: ubicó el alma en un lugar impensado del cuerpo y los opositores, entiende, son los peronistas que han decidido suspender la colaboración en el Congreso y que han acompañado hasta aprobar el Prespuesto). La consigna presidencial en el aire es para colaboradores y socios, incluyendo a una Carrió a la que le otorga todo lo que le pide –aproximadamente– y que igual no lo preserva (hasta lo involucra en causas impensadas, como la del camarista Freiler: por salpicar a Angelici, lo complica al Presidente).
Tampoco será gratis la presencia radical: falta sintonía, tres de sus ministerios están bajo la línea de flotación (la Cancillería de Malcorra especialmente, Comunicaciones, en menor medida Defensa) y el interlocutor preferido, Ernesto Sanz, desapareció de los lugares que solía frecuentar. Tendrá sus razones personales. Como ocurrió en su Boca querido de otros tiempos, fuente de las referencias para Macri, parece que el Gobierno fuera un cabaret. Su culpa, quizás, y la del trío estelar que lo secunda –Peña, Quintana, Lopetegui–, quienes singularmente serán los responsables de alinear al equipo, dar advertencias, castigar, como si ellos tampoco hubieran participado cuando en algunos temas son responsables de la parálisis general.
Más importante como epidemia indominable y dañina, obvio, es el área económica: hubo furiosos encontronazos entre Prat-Gay, y el titular del Banco Central, Sturzenegger, delante del propio mandatario. Y con su participación en la gresca oral, reclamando una reactivación que impediría el BCRA con las altas tasas y con la que había amenazado impávidamente Hacienda con el fatídico “segundo semestre” o los “brotes verdes”.
A esa porfía habrá que añadirle otro grupo que tercia, lo ubican a Carlos Melconian como cabeza, disgustado con los números que no cierran, generando fronda y hasta inventando apodos perennes para sus rivales (mejor evitar la mención por bullying ministerial). De hecho, retrocedió Sturzenegger, se aceptará la convención radical de que un poco de inflación no viene mal y se supone que, en su reemplazo, habrá calma de expectativas debido a que los combustibles no aumentarán durante el 2017. A costa, claro, de presupuestos provinciales (Mendoza, Neuquén), bataholas gremiales y la sustentabilidad de YPF, que perderá 2.000 millones de dólares como si fuera una bicoca.
Patética conducción de expertos (cuando quebró YPF, por los 70, lo hizo con menos de la mitad de ese agujero), con lo cual el desastre Galuccio empieza a ser menos impresionante que el actual, del mismo modo que Kicillof –según los técnicos estadísticos–, gastaba mucho menos que los profesionales que lo sucedieron. Un descubrimiento atroz para quienes pensaron que algo cambiaba.
Ordena a su gabinete que no se pelee más, que evite trascendidos insidiosos y, sobre todo, hablar inopinadamente. “Si seguimos así, el año que viene los opositores nos van a romper el alma”, barboteó (dos aclaraciones: ubicó el alma en un lugar impensado del cuerpo y los opositores, entiende, son los peronistas que han decidido suspender la colaboración en el Congreso y que han acompañado hasta aprobar el Prespuesto). La consigna presidencial en el aire es para colaboradores y socios, incluyendo a una Carrió a la que le otorga todo lo que le pide –aproximadamente– y que igual no lo preserva (hasta lo involucra en causas impensadas, como la del camarista Freiler: por salpicar a Angelici, lo complica al Presidente).
Tampoco será gratis la presencia radical: falta sintonía, tres de sus ministerios están bajo la línea de flotación (la Cancillería de Malcorra especialmente, Comunicaciones, en menor medida Defensa) y el interlocutor preferido, Ernesto Sanz, desapareció de los lugares que solía frecuentar. Tendrá sus razones personales. Como ocurrió en su Boca querido de otros tiempos, fuente de las referencias para Macri, parece que el Gobierno fuera un cabaret. Su culpa, quizás, y la del trío estelar que lo secunda –Peña, Quintana, Lopetegui–, quienes singularmente serán los responsables de alinear al equipo, dar advertencias, castigar, como si ellos tampoco hubieran participado cuando en algunos temas son responsables de la parálisis general.
Macri reconoce que en algunos temas su gobierno no expresa lo que él piensa
Relevos. Puede copiar Macri, para justificar que es un gobierno de CEOs, la costumbre de grandes empresas en este tipo de eventos para impartir líneas generales, jurarse fidelidad y mejorar los vínculos entre sus miembros. Tampoco es el caso: hay situaciones inmodificables entre los integrantes de la administración. Ya empezó Macri con alteraciones de maquillaje, sea en Salud o en el nivel exótico de tasas que instrumentaba el Banco Central. En el ministerio de Lemus, un diletante musical y de la pintura que a su vez negocia con destreza con los gremios, hubo un terremoto de cambios: habrá que ver si en marzo la deflagración lo alcanza, cuando muchos temen por la molestia expansiva del virus del zika. Extraña inquietud por la presunta imprevisión de una cartera en la que los laboratorios impidieron la llegada de dos ministros (Torres y Cano, ver Macri confidencial de Ignacio Zuleta), colocaron a un tercero (curiosamente, al único que echó Macri cuando era jefe de Gobierno porteño) mientras algunos empresarios del rubro pasean a esposas de otros ministros en yate o aviones por Europa.Más importante como epidemia indominable y dañina, obvio, es el área económica: hubo furiosos encontronazos entre Prat-Gay, y el titular del Banco Central, Sturzenegger, delante del propio mandatario. Y con su participación en la gresca oral, reclamando una reactivación que impediría el BCRA con las altas tasas y con la que había amenazado impávidamente Hacienda con el fatídico “segundo semestre” o los “brotes verdes”.
A esa porfía habrá que añadirle otro grupo que tercia, lo ubican a Carlos Melconian como cabeza, disgustado con los números que no cierran, generando fronda y hasta inventando apodos perennes para sus rivales (mejor evitar la mención por bullying ministerial). De hecho, retrocedió Sturzenegger, se aceptará la convención radical de que un poco de inflación no viene mal y se supone que, en su reemplazo, habrá calma de expectativas debido a que los combustibles no aumentarán durante el 2017. A costa, claro, de presupuestos provinciales (Mendoza, Neuquén), bataholas gremiales y la sustentabilidad de YPF, que perderá 2.000 millones de dólares como si fuera una bicoca.
Patética conducción de expertos (cuando quebró YPF, por los 70, lo hizo con menos de la mitad de ese agujero), con lo cual el desastre Galuccio empieza a ser menos impresionante que el actual, del mismo modo que Kicillof –según los técnicos estadísticos–, gastaba mucho menos que los profesionales que lo sucedieron. Un descubrimiento atroz para quienes pensaron que algo cambiaba.