Estamos autorizados para hablar del discurso de Macri, porque el Presidente (que con tanto acierto distribuye los recursos humanos de su equipo) tiene un grupo que lo asesora en oratoria.
Macri expone como pocos el concepto de la política como gerenciamiento. Está convencido de que hay soluciones puramente técnicas para los problemas que la política tradicional describió como sociales, económicos o culturales. El gerenciamiento implica una creencia a la que todavía le falta su demostración: que la razón “técnica” puede dominar conflictos y tensiones sociales en una escena donde las pérdidas y las ganancias deben esperar, con paciencia, que medidas ideológicamente neutras (si tal cosa existiera) produzcan los resultados que prometen a mediano o largo plazo.
La técnica en el puesto de mando excluiría preguntas indiscretas del tipo: ¿a quién conviene esto?, ¿a quién perjudica? Esas preguntas son respondidas por default, ya que los intereses subsisten tan poderosamente como en los viejos tiempos modernos.
El gerenciamiento inspira dos tipos de discurso. Por un lado, el tecnocrático, que es demasiado aburrido para ser el primer gran discurso de un presidente. Por el otro, el de los objetivos vagos y no cuantificables (la felicidad, por ejemplo, o la no explicada “pobreza cero”). En esta pinza, Macri introdujo (y lo hizo muy bien) el tema de la corrupción del gobierno que lo precedió. Pero necesitaba, además de estas denuncias esperadas, darles un poco más de contenido al presente y el futuro. Y, para eso, hay que armar una secuencia: somos esto, nuestros valores son tales, nuestro futuro va en tal dirección. Incluso: tuvimos un pasado del que somos herederos (si no se lo tiene, mala suerte). No es viable reducir todo tiempo pasado al kirchnerismo.
Cristina Kirchner creyó en la potencia del relato. ¿Qué es un relato? Un encadenamiento de hechos (reales o ficticios, verdaderos o imaginarios) dentro de una cadena que puede ser débil o fuertemente causal. Incluso esos hechos pueden actuar sobre hechos anteriores: cuando Kirchner hizo una alianza con Madres y Abuelas, esa alianza desbordó hacia atrás y coloreó imaginariamente su pasado durante la dictadura (cuando, como es sabido, no se preocupó por recibir a esas organizaciones).
El relato no es necesariamente un discurso sobre la verdad. Pero el kirchnerismo hacía política caliente. Y la política caliente necesita historias. Alfonsín, en los discursos de su campaña presidencial de 1983, presentaba un encadenado de nombres: Alem, Pellegrini, Yrigoyen, Larralde, Lebensohn, Perón, Evita. Cada uno de esos nombres podía disparar un relato y cada uno de ellos era parte de una gran tradición republicana o popular. Alfonsín se apoyaba en esa tradición para presentarse como el candidato que podía ganar las elecciones porque sintetizaba todas esas líneas ideológicas y políticas.
Herencia. A falta de tradición (los macristas quizá piensen que esto es una suerte), en su primer discurso ante el Congreso Macri hizo una remisión al pasado, indispensable porque no se había ocupado del tema durante su campaña: la corrupción en el gobierno que lo precedió. Pero habrá que tener mucha habilidad para hacer de la corrupción un gran relato.
Macri no tiene herencia simbólica. ¿La necesita? Si se llega a la conclusión de que no la necesitó hasta ahora, será necesario preguntarse las razones. Posiblemente Macri expresa la neopolítica del modo más perfecto que hemos conocido. Vayamos a su biografía. A diferencia de cualquiera de los dirigentes de la política “moderna”, Macri carece de antecedentes públicos hasta que deviene, en 1995, presidente de Boca. Es decir que su primera incursión en una organización que no fuera una empresa familiar le sucedió a los 36 años. No fue militante universitario ni social hasta llegar a Boca a una edad en la que los políticos suelen haber pasado por cargos representativos y ejecutivos ganados a través de su participación en las juventudes estudiantiles, barriales, religiosas, territoriales.
La forma en que Macri llegó a la política (después de escarceos con el menemismo) es posterior a 2001, año de una descomunal desintegración de la Argentina y donde el “que se vayan todos” marcó el ápice del desencanto ciudadano con quienes habían sido sus representantes. Macri es heredero de esa tempestad, no sólo de una fortuna familiar. Por otra parte, carece de otras herencias o tradiciones políticas. No hay palabras que lo liguen al pasado, aunque sólo fuera de modo emotivo; aunque sólo fuera para traicionarlas. Nunca tuvieron importancia en su vida. No es una acusación sino un dato.
Podría decirse: Macri es rico en todo, menos en símbolos. Puede vivirse perfectamente en un vacío simbólico. No voy a discutir sobre eso ahora. Lo que digo es que es una novedad. ¿Es eso la post política? Son sinceros algunos ministros cuando dicen que no les importan las posiciones políticas de quienes pueden ser nombrados como funcionarios del Estado. No les importan de verdad, porque para ellos la política no pasa por el espacio conflictivo de las ideas. Pasa por las “iniciativas”, los “proyectos” y la técnica. La fe tecnocrática es propia de la razón moderna. Pero conviene recordar que la ausencia de símbolos tampoco es una garantía de eficacia.
Nota al pie. Cito de La Nación del pasado viernes dos frases del Presidente que son casi una demostración:
1. “Las ideologías pueden ser distintas. Pero lo que no pueden ser distintas son las intenciones de trabajar y hacer para ver a la gente mejor, feliz y realizada”.
2. “Lo que le cambia la vida a la gente es la inversión, no el gasto”.
Se abren interesantes debates sobre la felicidad y sobre qué se considera gasto e inversión, dado que no hay acuerdos universales al respecto.