La desigualdad es una violación de la dignidad de cada uno de nosotros, porque deniega la posibilidad de que todos los seres humanos desarrollen sus capacidades”. Este es el comienzo del más reciente libro de Göran Therborn, sociólogo, doctor en ciencias políticas y economista de la Universidad de Lund, en Suecia. Lo hace en Los campos de exterminio de la desigualdad que recientemente publicó en la Argentina el Fondo de Cultura Económica.
No se puede dudar que la desigualdad es el fenómeno social más descripto e investigado y más preocupante de los últimos años. Y en esto tiene que ver la gravísima crisis que emergió en 2007 y que se llevó puesta la perdurabilidad financiera de numerosas naciones, evidente también en Europa. Es también, la problemática que más atrae y desarrolla Thomas Piketty, quien su libro El Capital, escrito con gran dosis de didáctica ha conmovido al mundo académico, a los que no son especialistas pero entienden y al público en general.
En la Argentina se sostiene y con razón que la pobreza, que golpea en estos momentos al 28% de la población, es un símbolo de la desigualdad pero también de la desintegración social, de una insultante injusticia. Para Therborn, la mirada es mucho más abarcativa. La desigualdad, escribe, toma muchas formas y genera muchos efectos: muerte prematura por la ausencia de médicos o de farmacopea, mala salud, humillación en la vida social, discriminación, impotencia, estrés, inseguridad, falta de orgullo propio y de confianza en uno mismo. Por eso mismo, la desigualdad no es sólo un problema de billetera. Porque reduce las capacidades para funcionar como seres humanos, hace perder la identidad, e impide participar de las grandes cuestiones de este mundo. Es un fenómeno que afecta a la psicología, al cuerpo y al orgullo personal.
En otro libro reciente, de Katz Ediciones, titulado Expulsiones, otra socióloga nórdica, Saskia Sassen consigna que el concepto de desigualdad que conocemos y usamos habitualmente no alcanza. Para entender los tiempos actuales, agrega, hay que buscar conceptos nuevos, medir con otras herramientas, calificar a las cosas de otra manera. Sassen consigna que el sistema capitalista (el único que ha subsistido, por demás) despliega “brutalidades elementales”.
¿Pero entonces que un argentino entre tres viva en la precariedad no evidencia toda la destrucción que apareja la desigualdad? Por supuesto que es una prueba concreta de esta distorsión social y personal profunda. Pero no es todo. También lo es que no consigan trabajo remunerado en blanco desde hace casi dos años, que estén obligados a depender del puesto estatal, que sobrevivan merced a “changas” imprecisas o del subsidio (sin más), que vivan en sitios promiscuos y sin servicios, que no tengan ningún tipo de cobertura social ni promesa jubilatoria futura. Todo ello denunciado año tras año, por los relevamientos del Observatorio Social de la Deuda Social, dependiente de la Universidad Católica Argentina.
En el plano internacional, los datos que ofrece Therborn son muy duros. “Entre 1990 y 2008, la esperanza de vida de los hombres estadounidenses blancos sin título universitario se redujo en tres años, mientras a las mujeres blancas con bajo nivel educativo se les acortaba la vida en más de cinco años”. En esa dirección la desigualdad mata. Y se da en el corazón de la principal potencia mundial. Por supuesto, según el estado de las cosas la vida de los afroamericanos es más breve que la de los estadounidenses blancos.
En Rusia, el derrumbe de un Estado quebrado se tradujo en una desigualación brusca y un empobrecimiento masivo a partir de comienzos de la década del 90. Según algunas estimaciones, hubo cuatro millones de muertes excedentes en ese país por ausencia de dinero para adquirir remedios y la falta de hospitales públicos.
¿La solución allí, en el Este, como en la Argentina es ofrecer fuentes de trabajo, mejor educación, más protección del padre Estado? Todas las soluciones son bienvenidas pero son insatisfactorias por sí mismas.
*Periodista y escritor.