Ayer, por teléfono, una escritora, de las mejores del país, inédita, me contó sobre una técnica didáctica que los maestros de palacio utilizaban en la remota antigüedad para la educación de los príncipes. El período histórico es impreciso, la locación no fue mencionada, pero el marco es exótico –China, Ceylán, Malasia, India, Tíbet–. En esa remota antigüedad exótica, la educación de los príncipes era tomada muy en serio. Además de las enfermedades de la época, las intrigas entre la consorte principal y las cambiantes favoritas aniquilaban parvas de candidatos, por lo que nadie sabía nunca qué príncipe iba a terminar alzándose con la corona. Así, el rey se veía obligado a garantizar la continuidad del gobierno fornicando día y noche, y teniendo cantidad de niños, cada uno de ellos criado a todo trapo. En consecuencia, palacio era el ámbito de correría de un montón de mocosos gritones a los que nadie podía ponerles límite porque nadie se atrevía a alzarle la voz a un posible futuro rey. Así las cosas, hasta que a alguien se le ocurrió inventar al “niño de los azotes”: un niño de clase baja, que recibía los castigos que le correspondían a cada infractor real, quien debía atestiguar la lección, para aprender que todo acto tiene sus consecuencias. El recurso buscaba incrementar, además, el sentimiento piadoso de los príncipes. La técnica obró milagros durante un par de años, hasta que en los príncipes reales la comprensión del límite se vio nublada por el goce del espectáculo. Desde luego, los maestros de palacio tardaron en advertir ese cambio de perspectiva y creyeron que las modestas golpizas del inicio habían agotado su efecto inicial, por lo que las reforzaron en cantidad, calidad e intensidad. La lección se volvió sangrienta, y el “niño de los azotes” ya no era uno sino varios, una multitud de niños pobres de extramuros que eran cazados a lo largo y a lo ancho del reino para servir de ejemplo vivo.
Pronto, ni siquiera el aumento de la población estable de niños a azotar resultó suficiente. Las finísimas varas del inicio que arrancaban prolijas líneas de sangre de las pieles morenas fueron sustituidas por gruesos bastones nudosos y la duración del castigo se extendía por horas, y cada “niño de los azotes” terminaba devastado sino muerto luego de un par de esas lecciones. Los maestros creían que sus discípulos se habían vuelto obtusos, porque no aceptaban que era su propio ejercicio aquello que los convertía en malvados.
Por suerte para la moral del relato y el gobierno de ese reino, un sabio monje comprendió la naturaleza del acontecimiento. Se presentó en palacio y, provisto de una vara inmaterial, comenzó a azotar lo que en apariencia era puro aire agolpado. Para asombro de los maestros, a cada golpe lo sucedía una marca en el cuerpo de los príncipes egoístas, que así comprendieron en carne propia el dolor de sus fantasmas.