El peronismo es la modalidad del poder en la Argentina. No es reductivo a Perón ni a un partido ni a un movimiento ni a un sector ni mucho menos a una ideología. El peronismo tiene filiaciones tan diversas, adversas, como contradictorias en su ADN: de la gestación nacionalista al “entrismo” de izquierda en montoneros, sectores radicales (Forja), sindicalismo o socialistas conversos. El peronismo es un alimento proteico que excede lo coyuntural y pide branquias para nadar hasta el fondo. Allí es clara la integración de lo marginado de la toma de decisiones –bastardo, plebeyo, lumpen–, que nadie vio hasta su llegada: el cabecita negra interpelado por vez primera desde el Estado. Por demagogia o justicia (otra discusión), el peronismo históricamente dio cuenta de una deuda y venció hace casi setenta años
El kirchnerismo es susceptible de ser formulado como un interrogante, tal como Ezequiel Martínez Estrada, el mayor ensayista del siglo XX, lo hizo con el peronismo en su ¿Qué es esto? Catilinaria (1956). La conjetura martinezestradiana procuraba, desde una crítica impiadosa y libertaria, pero legitimadora (no gorila), darle estatura de gigante a Perón y de pequeñas rémoras a sus opositores: Gulliver y los liliputienses. Es que el peronismo, como catalizador, superaba incluso a su padre fundador y sus particularidades. Sería producto de una invariante histórica proveniente del rosismo y el yrigoyenismo. En este sentido, el kirchnerismo supo con extrema pericia montar un aparato de gestos, políticas y estéticas que ancló en esa lógica (resentimiento histórico, diría Martínez Estrada) de modo impecable.
La figura de Cristina Fernández encalla en la mácula del cesarismo plebiscitado o el bonapartismo (categoría marxista que despliega Juan José Sebreli). De otra forma, una licencia del líder que busca la pretensión de suspender la garantía o el límite institucional siempre reñido al peronismo: el republicanismo es leído desde ese flanco como mero corsé burgués, y, por cierto, toda institución está matrizada por redes de poder que deben ser puestas en evidencia. Pensar al kirchnerismo, o su tonalidad más barroca, el cristinismo, requiere un gran angular, sin gorilismos ni populismos. Massa o Scioli encarnan liderazgos propios de un neopopulismo conservador. “Socios del silencio”, su política del mutismo es recompensada frente a una Presidenta que agudiza lo agonal hasta el paroxismo.
Existen muchas modulaciones, vale decir, “criptoperonismos”, como señala Beatriz Sarlo respecto de las opciones electorales bonaerenses (Massa, Insaurralde, De Narváez). Las líneas poskirchneristas son esquirlas del peronismo tentacular que tiene en la provincia de Buenos Aires un 38% del padrón electoral. Toda batalla (real o simbólica) se gana o pierde cruzando el Riachuelo y la General Paz: el arrabal y la pampa. Esa estructura caudillar, prebendaría o asistencialista marca una huella que no se borra. Reducir el peronismo al Partido Justicialista (pejotismo), el Frente para la Victoria o el Frente Renovador es miopía si no fuera incapacidad de lectura histórica. El peronismo, en su diseño cristinista, fagocita e incorpora por derecha e izquierda (desde sus orígenes lo hace). La expresión presidencial “very grosso” (tuit, 2 de julio) no es sino otra forma de ese bucle omnívoro. Por cierto, Cristina Fernández alguna vez dijo: “no se hagan los rulos”: la avidez desesperada.
La pregunta, entonces –¿qué es esto?–, se responde periódicamente en las urnas y en las lógicas sociales que desmantela o ensambla: pragmatismo político y desesperación por el poder. La solución, siguiendo a Martínez Estrada, no es política ni económica, es ética, un modo de vida resistente. Esa puerta pocos la quieren abrir, allí no hay demasiados votos y el largo plazo nunca llega.
*Ensayista y licenciado en Filosofía.