El mundo está inquieto por los aprestos para una guerra comercial con centro en EE.UU. Y esto es muy preocupante. Sin embargo, mostraremos que la estrategia de Trump, que centra toda la atención en el comercio mundial, puede hacernos perder de vista que en el sistema financiero internacional (SFI) se están gestando problemas varias veces más graves.
Desde fines de los 90, la mayoría de las economías son financieramente muy abiertas. Así, la importancia relativa de los flujos financieros respecto a los flujos comerciales ha crecido exponencialmente. Las grandes crisis económicas hoy día no las causan problemas comerciales sino financieros. Además, la desregulación, la tecnología y la innovación hacen que esas crisis se transmitan entre países mucho más rápidamente.
El comercio global representaba, antes de la crisis de 2007, el 25% del producto mundial y no ha cambiado mucho. Los stocks de activos financieros pasaron de ser una vez el producto global en 1980 a cuatro veces en 2007, y no paran de crecer. La importancia de EE.UU. en el comercio internacional es mucho más baja que su importancia en los mercados financieros y de divisas, además de ser el emisor de la moneda global, que es el dólar.
Como consecuencia de la mayor apertura generalizada, las corporaciones financieras transnacionales (bancos, fondos, etc.) son cada vez más grandes. En muchos casos, el valor de sus activos supera el PIB de la mayoría de los países. Esto hace que sea muy difícil para los gobiernos regularlas y supervisarlas en forma individual, pero tampoco existe un supervisor financiero global.
Las guaridas financieras y tributarias (territorios offshore) son el complemento necesario para maximizar los grados de libertad de estos bancos y fondos. Entonces, si un país normal quiere regular por su cuenta a estas corporaciones, enfrenta la amenaza de que se retiren y liquiden sus tenencias en el país, lo que dañaría su situación financiera en pocas semanas. O sea, en vez de regularlas, los países se ven empujados a competir por dar un trato más benigno a estas instituciones.
Por otro lado, cuando estas corporaciones financieras afrontan problemas, tienen implícitamente un “seguro extraordinario” que el G20 llama “too big to fail”. Son tan grandes que su quiebra sería una catástrofe financiera que siempre terminaría repercutiendo en la economía real. Por eso, desde 2008 los principales bancos centrales archivaron sus principios y reglas de conducta previas e inyectaron una masa impresionante de fondos a tasas casi cero para salvar el sistema financiero. A pesar de la preocupación del G20 por el tema y las regulaciones introducidas, el tamaño de estas 300 megacorporaciones creció desde 2007 más de un 60%.
Otro problema grave del SFI es lo que el G20 llama “banca en las sombras”, que son todas las organizaciones financieras que están fuera de la regulación financiera y de cuya dimensión y enlaces con el resto de los bancos y la economía no hay un conocimiento preciso. Abarca, entre otras cosas, mercados de derivados, fondeo mayorista, banca de inversión, fideicomisos y hedge funds, y es de un tamaño mayor que el sistema bancario tradicional. Se lo denomina “en las sombras” por la comparación con la parte más formal referida sobre todo a los bancos, seguros y fondos de inversión institucionales.
En el proceso de transparentar esta parte gigantesca del SFI se ha avanzado muy poco, porque dentro del G20 hay, entre los países, visiones muy contrapuestas, al igual que con las offshore (de hecho, varios países del G20 tienen sus propias guaridas).
A nivel superestructural, el dólar es la moneda líder pero no funciona como debería hacerlo una moneda global, ya que se mueve mayormente por las decisiones de política económica que toma EE.UU., basadas primordialmente en sus propios intereses y no en las necesidades globales. El FMI tiene una pseudomoneda global que son los DEGs. Pero nunca pudieron ganar relevancia por la oposición de EE.UU., que tiene poder de veto y no desea competidores del dólar.
Esto es una muestra más de que el FMI –que debería realizar la coordinación y regulación monetaria global– no tiene el poder necesario para ello, ni fondos adecuados para ser prestamista de última instancia, ni autoridad política suficiente sobre los países miembros –excepto en el caso de los pequeños y medianos–. El Fondo no ha sido eficiente haciendo pronósticos ya que no pudo anticipar ninguna crisis y tampoco ha logrado montar un sistema de solución de controversias respecto a la deuda, ni un mecanismo de reestructuración eficiente.
No deja de ser paradójico que, si bien el G20 y el FMI han advertido sobre el crecimiento de la deuda como potencial detonante de otra crisis como la de 2007, once años después el mundo se encuentra con más deuda. En ese año la deuda pública de los países avanzados representaba un 75% de su PIB; hoy, el 110%. En los países emergentes equivalía al 33%; hoy, al 51%. Y también en los emergentes ha crecido explosivamente el endeudamiento de empresas privadas –mayoritariamente en dólares–. La situación de parte de esta deuda puede ser muy crítica frente a futuras subas de tasas en EE.UU. y a la apreciación global del dólar.
En este contexto poscrisis, el G20 muestra dos etapas. Una primera muy activa en evitar el colapso con políticas monetarias expansivas y una (re)regulación del SFI. En la etapa más reciente, el G20 comenzó a languidecer, convirtiéndose en una reunión de alto nivel que se resumía en un “family photo” y un comunicado más o menos híbrido. Aun así, significaba una mirada bastante consensual sobre la economía internacional.
Con la llegada de Trump y su nuevo enfoque sobre el rol de EE.UU. en el mundo, todo este esquema multilateral basado en el G20 entró en discusión. Con sus críticas a los países que tienen superávit comercial con EE.UU. (China, Alemania, México, Corea, etc.) y en general, a la OMC, Trump ha logrado poner el foco de atención en el comercio.
Sin embargo, el presidente norteamericano también ha mostrado que desea eliminar las regulaciones sobre el sistema financiero, que se reimplantaron luego de la crisis financiera. Si EE.UU. hace esto, los otros centros financieros rápidamente lo imitarán ante el riesgo de perder mercados.
Cuando definimos la política de Trump como la estrategia del tero, es justamente porque todo el ruido está puesto en la guerra comercial, que nos hace perder de vista que lo más importante pasa en otro lugar. Mientras en la guerra comercial Trump presiona para negociar, en las finanzas fomenta su crecimiento desregulado y descontrolado, que es la semilla de una nueva crisis.
Se revela así que la visión completa de Trump sobre la economía internacional es proteccionista en lo comercial y desreguladora en lo financiero. Por cierto, su plan está en las antípodas de aquello a lo que aspiraba
Keynes para un sistema económico internacional eficiente, que volcó en sus propuestas para Bretton Woods. Intervenir y salvar el sistema financiero tiene costos altísimos para los contribuyentes y para la economía; sin embargo, en el debate político, electoral y diplomático se discute principalmente sobre tarifas al comercio, su impacto en puestos de trabajo, fábricas que cierran o se mudan. La guerra comercial es tangible para el público en general, pero en realidad una suba de tasas de interés, una revaluación cambiaria o una regulación financiera pueden generar daños mucho más grandes, difundidos y persistentes.
En conclusión, la desregulación financiera que impulsa Trump es aún más grave que la guerra comercial con la que amaga y presiona, porque hará al mundo más vulnerable a crisis financieras globales como la que vivimos o peores. Sería una verdadera contribución a la estabilidad global que Argentina –que preside este año el G20– ponga en el centro del debate esta perspectiva más integral.