De las varias cosas que me interesaron de La muerte no duele, el documental que Tomás De Leone dedicó a Rodolfo Ortega Peña, quisiera ahora mencionar puntualmente dos. Una, cómo fue que Ortega Peña se acercó y entró al peronismo; la segunda, cómo fue que no pudo alejarse ni salirse de él. De manera ciertamente paradojal, pero por otra parte nada infrecuente, lo que lo arrimó al peronismo fue más que nada el antiperonismo: la visión anonadada de una Plaza de Mayo repleta vivando un golpe militar en septiembre de 1955 (en ella, sin dudas, estaban los amigos de su padre). Y lo que años después mayor fuerza expulsiva tuvo para él no fue otra cosa que el propio Perón, el regresado Perón, ese Perón tan esperado como inesperado. Esa fuerza expulsiva, aunque potente, no bastó para decidirlo a romper (o, en palabras de Perón, a sacarse la camiseta peronista).
El peronismo es una pasión que comparten, con pareja enjundia, montones de peronistas y montones de antiperonistas. Sus argumentos difieren, sus posturas ideológicas contrastan, pero la índole de su fanatismo se asemeja. Tan convencidos están de que nada verdadero existe por fuera de su dicotomía febril, que a todos los que no participamos de ella nos endilgan un presunto estar en “el medio”, nos achacan una supuesta neutralidad, nos relegan a la irrealidad política.
La tragedia de Ortega Peña, matado por peronista y matado por peronistas, no deja de desafiar hasta hoy el encuadre de ese binarismo fatal, evidenciando sus límites.