No es porque los extremos se toquen (es obvio que no se tocan) que en su momento coincidieron Lilita Carrió y los legisladores del FIT en su rechazo a la ley del arrepentido. Sus experiencias formativas son al respecto divergentes, pero profundas. Carrió conoce cabalmente el sentido judeocristiano del arrepentimiento, y sabe que, para que tenga valor, tiene que ser un arrepentimiento sincero. Claro que esa tradición cuenta para ello con un instrumento de medición inigualable, llamado Dios. Sin eso no es igual.
Los trotskistas, por su parte, víctimas asiduas del estalinismo, conocen bien lo que es una maquinaria estatal de retractaciones inducidas: lo que alguien puede llegar a decir, proclamando arrepentimientos, con tal de salvar la vida (y en el caso de los empresarios, los negocios, que para ellos suelen valer más o menos lo mismo que la vida).
Pero está claro que la figura del arrepentido es decisiva para emprender la desarticulación de las mafias. Lo sabemos por el caso italiano. Y las mafias son decisivas para comprender la lógica del capitalismo. Lo sabemos por Bertolt Brecht. Por Bertolt Brecht y sus farsas de la Justicia podemos plantearnos también la distinción entre el accionar de la Justicia en contra de las mafias, o el accionar de la Justicia como farsa (porque sus farsas de la Justicia revelan ni más ni menos que eso: la variante de la Justicia como farsa), casi como una banda de gángsters más.
Las luchas entre opresores se vuelven, con Brecht, un espectáculo para los oprimidos. No basta con eso, sin embargo, para zafar de la opresión. Así como no basta, en su teatro, con contemplar y regocijarse. Fue tan luego en el diario Clarín donde encontré una visión mordaz de este fervor de arrepentimientos, firmada por el Niño Rodríguez. El que dio la coima se arrepiente, el que la recibió también. Y al cabo preguntan, al unísono, si ya pueden irse a sus casas.