La abuela española de quien está haciendo una diligencia en la Oficina Laboral de España recibe una pensión vitalicia de 403 euros mensuales en su carácter de viuda de un trabajador que tallaba vías para los ferrocarriles del reino visigodo, a comienzos del siglo XX. Las actuales disposiciones cambiarias obligan al diligente a liquidar el cheque de 523,36 dólares que le mandan según una equivalencia caprichosa que involucra una pérdida sustancial del poder adquisitivo de esa pensión. ¿Dónde? En un banco que ostenta el oscuro privilegio de monopolizar este tipo de transacciones y que es seguramente el único beneficiario de la maraña cambiaria en la que están atrapados una anciana pobre y un nieto atónito.
La desesperada madre boliviana que hace cola para obtener su “nuevo DNI para extranjeros” llora porque no puede conseguir dólares para mandar a sostener a sus dos hijos, que han quedado en la Cochabamba natal, al cuidado de su abuela. Los chicos no pueden mudarse a Buenos Aires con la madre, porque nadie sabe dónde está el padre, que debería autorizar la migración, y ningún juez se atreve a firmar una orden en su ausencia. En la medida en que su trabajo es informal, la AFIP no la autoriza a utilizar la cotización oficial y lo que consigue en el mercado paralelo es una suma sensiblemente menor a la que sus hijos necesitan (según los cálculos de hace un año, los de hoy son imposibles de realizar).
Son casos, se dirá, marginales. Pero en los márgenes del sistema es donde tal vez se encuentre su verdad o, si se prefiere, su perversidad: lejos de imponer a los que más tienen una restricción o una cotización diferencial adecuada a su nivel de ingresos, excluye a los que menos tienen, los migrantes (no me vengan con la pavada de que hay “migrantes ricos”).
¿Pero cómo? ¿No es éste un gobierno sensible a las necesidades de los sectores populares y toda su estrategia no se orienta a sostener un modelo que favorezca no los intereses de las entidades financieras, sino al pueblo, esa entidad ambigua que tanto designa a un cuerpo político integral como a una multiplicidad fragmentaria de cuerpos excluidos?
No quiero negar esta imagen (finalmente, una imagen se mide por su potencia y no por su adecuación a una realidad siempre esquiva) sino más bien interrogarla cuando, después de diez años de ser el emblema de un sistema económico, exhibe la paradoja (por la vía del mercado cambiario) de poner en juego la vida de personas que no son ni grandes contribuyentes, ni agroexportadores, ni herederos de privilegios de clase sino el límite mismo de lo que el sistema puede pensar (y que debería ser su umbral de transformación).
Aún compartiendo los lineamientos básicos del sistema, me molesta un poco que se haga depender su salud del eslabón político más insignificante de nuestro tiempo, el refugiado o el inmigrante que, por su sola existencia, revela el carácter definitivamente ilusorio del “mercado interno”, la “industria nacional” e, incluso, la “burguesía nacional”. La “batalla cultural contra el dólar” parece ser más bien una batalla contra el capitalismo transnacional (es decir, posterior a la crisis irreversible de los Estados Nacionales), en favor de un modelo más arcaico, el capitalismo nacional: una plataforma que se imagina más adecuada para sostener hipótesis de transformación revolucionaria. Sea.
Pero una década entera no alcanzó para eliminar la miseria del horizonte de posibilidad de las personas (y al mismo tiempo, del horizonte de la práctica política, que parece necesitarla para definir sus acciones), lo que parece una paradoja más de la soberanía moderna, que excluye incluyendo.
La política contemporánea puede entenderse como un experimento de lenguaje más o menos chisporroteante, pero en la medida en que someta a los que menos tienen, durante diez años, a un horizonte de penurias, revela su carácter absolutamente desolador.
El Estado-Nación puede haber funcionado alguna vez como el centinela de los pueblos y de los imaginarios radicales y con razón puede pensarse que la pequeña burguesía planetaria es la forma en la que la humanidad camina hacia su propia destrucción. Pero eso no nos obliga a buscar la redención en un repliegue nacionalitario, sino a remover el diafragma sutil que separa las identidades totalizadoras (el “consumo popular”) de las singularidades cualunques (el migrante, el expatriado, el refugiado) que son el umbral y la verdad de nuestra modernidad. Esta, ha advertido Giorgio Agamben, es la tarea política de nuestra generación.