Esta es la revolución de las hijas. Y a ellas les tienen que dar el derecho a disfrutar sin morirse, sin tener miedo, sin menos derechos que sus novios, amigos y hermanos”, les pedí a los diputados/as que asistieron al debate, abierto a la sociedad civil, en el que fui invitada como periodista, el 24 de abril de 2018, después de escribir cientos de artículos, durante más de veinte años sobre el impacto del aborto clandestino en Argentina y en Latinoamérica.
Más allá de las respuestas institucionales –la Cámara de Diputados aprobó el aborto legal, seguro y gratuito y la de Senadores lo rechazó en un proyecto que vuelve a presentarse y que sigue en la agenda política y legislativa–, la interpelación a la revolución de las hijas se asentó como un dardo en un cambio de 180 grados en la vida familiar, educativa, periodística, política, amorosa, cultural y social de la Argentina y a distintos niveles, pero con una alta incidencia, en Latinoamérica: México, Colombia, República Dominicana, Brasil, Chile, Ecuador, Perú, Bolivia, Cuba, El Salvador y tantas regiones de tierra fértil y machismos en resistencia.
Las adolescentes hablaron en el Congreso. Tomaron la palabra. Pero no solo entre los pupitres que los cuadros del Salón de los Pasos Perdidos muestran sin una sola mujer, entre sus habitantes ilustres de una historia perdida en las reivindicaciones de las identidades feminizadas. Si el pueblo quería saber de qué se trataba en la historia de la Revolución de Mayo, ahora las chicas sí saben y no lo dejan de hacer saber. Si los paraguas marcaron la escenografía de la Independencia como virreinato de España, son el brillo violeta y los pañuelos verdes los que construyen los signos de una autonomía corporal e intelectual que no hay tormenta que frene.
La pelea por el aborto no fue porque solo las jóvenes abortan, y mucho menos solo por el aborto. La pelea fue en los colegios para poder ir solas a la escuela, para patear las pelotas en los recreos, para comer las mismas milanesas que los hermanos en las mesas, para darse besos con otras chicas en los bailes donde los padres venden rifas para los buzos de egresades que se bordan con e, para tomarse el colectivo sin tener ojos en el culo (con cuerpos avergonzados de cada pliegue de su carnadura) porque cada una nace y vive con las manos apoyadas sin poder evitar la posesión sobre su piel con el asco como ráfaga, por poder viajar con sus mochilas sin que estar juntas sea visto como estar solas, por poder disfrutar del sexo sin dejar de ser consultadas si quieren y hasta dónde las manos que las bajan, porque no quieren que su palabra valga menos cuando se postulan a delegadas en sus divisiones o que les expliquen lo que ya saben o las callen cuando sus argumentos encuadran. La pelea es infinita y es múltiple porque así es el deseo. Y la mirada abierta a discernir las diferencias y hacer de la diversidad una apuesta y no la trastienda de ser discriminadas.
Las chicas ya no aceptan en las mesas los chistes machistas. Vuelan los manteles y los platos de las convenciones en las que la risa parecía tapar la su-bestimación a las nenas, tratadas como serviciales, tontas y santas, y los cuidados a los nenes tratados como oradores privilegiados, playboys y agasajados permanentes y en potencia. Los padres discuten, se ofenden y bullan, pero traban su lengua antes de hablar, escuchan a las chicas que criaron interpelarlos más que a ninguna otra personalidad social y, no sin tensiones –ninguna revolución es sin tensiones–, desencuentros, distancias o rispideces, se transforman en otros padres de los que fueron con ellos y de los que ellos eran con sus hijas. Algunos de esos padres son diputados, senadores, políticos, presidentes, periodistas, economistas, ilustradores, heladeros, escritores, ferroviarios, administrativos o kiosqueros. No es nepotismo (el privilegio de las herederas como forma de reinado antidemocrático), sino una revolución generacional en la que las que vienen transforman las formas de criar y gobernar: desde la manera de poner o sacar la mesa en Navidad hasta las normas que rigen los protocolos secundarios, universitarios y los juegos en las clases abiertas de natación o la legislación nacional.
Las madres también cambiaron la historia y la historia de sus hijas las cambiaron a ellas. Se tiraron los manuales que las mostraban como enemigas y competencia y empezaron a forjar alianzas, más allá del cuidado, de disfrute, complicidad y defensa. (...) Las que nunca habían sido escuchadas se vieron repentinamente comprendidas. Y las que hablaban para dar cátedra tuvieron que escuchar. Otras, aún nombradas como feministas, empezaron a aprender o a comprometerse junto con sus hijas. No se puede estar atrás de quienes se quiere poner por delante en la vida.
Y si el feminismo defiende el derecho a decidir y a ser madre o a no serlo, a tener hijos/as y a no tenerlos/as, la revolución de las hijas no es un nuevo mandato de maternidad política, sino una forma irreverente –pero real– de entender que las generaciones protegen y potencian, no solo desde el cuerpo, la biología o la crianza personal y privada, sino desde los discursos, el humor, la música, la literatura, las marchas, la militancia, la docencia y el trabajo que siembra y energiza. No es una revolución puertas para adentro, sino una revolución callejera y plural, que cambia el paradigma de la maternidad y la obligatoriedad de la feminidad cuidadora, que libera y que recibe, que aprende y deconstruye, que abriga y no pregunta si llevan el saquito puesto, sino que grita en una marea que salta las olas y se moja más allá de los roles fijos, las edades y los mandatos sociales. Y en la que todxs surfean más allá del horizonte que tenían impuesto.
*Autora de La revolución de las hijas, editorial Paidós (fragmento).