En el Bafici que empezó esta semana hay una película de Mariano Llinás que se titula Clorindo Testa y trata, entre otras cosas, de Clorindo Testa, arquitecto y pintor, pero también de Julio Llinás (1929-2018), crítico, escritor, publicista, gaucho vocacional y padre de Mariano. Vi la película ayer pero no voy a hablar aquí de ella, aunque probablemente lo haga más adelante. La demora tiene que ver con que se me ocurrió que debería releer un par de libros de Julio, que tienen que ver de algún modo con el film y hasta permiten pensar la filmografía de Mariano a partir de la relación con su padre. Bueno, no tanto, pero tal vez un poco. Pero al abrir Querida vida, una especie de autobiografía desordenada y fragmentaria de Llinás padre, encontré un pasaje que dice: “Debo confesar que, en ciertas circunstancias, prefiero leer a Raymond Chandler que a Dante”.
Me quedé pensando en esa frase y me di cuenta de que no conozco a nadie que prefiera a Dante sobre Chandler en todas las circunstancias. Es más, no sé si conozco a alguien que prefiera más veces a Dante. Dicho de otro modo, la frase de Llinás no da para el escándalo y sí, en cambio, para pensar que no se animó a reemplazarla por una más contundente. En otra parte del libro dice: “A esta altura de mi vida debo confesar mi desagrado por los intelectuales, entre los cuales me incluyo”. La frase es análoga a la anterior: está teñida de un populismo que no se asume plenamente, que deja una puerta abierta.
De todos modos, no quería hablar de los Llinás, sino de algo que se me ocurrió esta semana leyendo un cuento de Steven Millhauser, que se llama La desesperación de Elaine Colman y forma parte del libro Risas milagrosas. Leí irregularmente a Millhauser, un escritor de culto del que llegué a pensar que era un genio después de leer sus relatos en torno a algunos peculiares artesanos del siglo XIX, como los creadores de autómatas. Pero este cuento es del siglo XX y transcurre en una pequeña ciudad de Nueva Inglaterra. Allí un día desaparece una mujer joven que fue compañera de colegio del narrador. Su departamento está vacío, dentro están las llaves y la comida a medio hacer, pero la policía no puede encontrar un motivo para que alguien la secuestre ni tampoco imaginar el modo en el que Elaine abandonó su casa. Así podría empezar un típico policial de cuarto cerrado, un subgénero que llega a la actualidad desde la Calle Morgue y tiene incluso especialistas, como John Dickson Carr, apodado “El maestro del enigma del cuarto cerrado”.
Un escritor que estuviera escribiendo un policial que empezara de ese modo debería encontrar al secuestrador o describir el truco que utilizó Elaine para desaparecer sin dejar rastros. Pero Millhauser no es un escritor de género, sino un autor de narrativa alta, y así su empresa es más difícil: el cuento tiene que encontrar un desenlace que no sea realista, pero tampoco fantástico en un sentido convencional. Es decir, tiene que terminar de un modo sutil, que convenza al lector de que no lo están engañando sino conduciendo a un plano superior del pensamiento. Millhauser lo logra de un modo irreprochable dentro de lo suyo, pero no estoy seguro de que la literatura contemporánea, entendida como arte del relato, tenga algo mejor que ofrecer que las buenas piezas de género.