Wassily Leontief (1906-99) fue un economista ruso que desarrolló toda su actividad en los Estados Unidos y obtuvo el Premio Nobel de Economía 1973 por su aporte al desarrollo del modelo del insumo producto, clave para la factibilidad de la economía de planificación centralizada. No tuvo suerte, las herramientas disponibles en aquella época no pudieron mostrar ejemplos virtuosos de lo que pregonaba. Porque la utopía de centralizar las decisiones de consumo, producción e inversión en una economía requiere, además, de una aceitada maquinaria burocrática que facilite el tránsito de las planillas Excel a la realidad. Las falencias con las que “el Estado presente” atiende sus prioridades parece confirmar que la tarea va mucho más allá de mostrar cuadros y proyectar resultados.
La actual recesión en que está sumida la economía local tiene un solo consuelo: esta vez, Argentina transita por la misma senda de empobrecimiento que los demás países, aún los más desarrollados. La proyección inicial del Fondo Monetario Internacional, hoy un aliado táctico del Gobierno en la renegociación de su deuda externa, hablaba de una caída del 9,5% del PBI durante este año, en línea con las cifras del resto de la región. Pero la caída en el nivel de actividad interanual de abril (-26%) y la extensión de la cuarentena más allá de los cuatro meses ya asegurados, llevaron a que en la última encuesta del Relevamiento de Expectativas del Mercado (REM) que realiza el Banco Central, ajustaran al alza la estimación: -12% para un cálculo conservador. Si estas cifras fueran corroboradas más adelante, el impacto social sería sólo comparable al derrumbe de la convertibilidad en 2002.
Pero también revelaría una particularidad que, en este caso, acentuaría la singularidad del caso argentino, estudiado desde hace tiempo por los economistas e historiadores. Primero fue mostrado como un caso de éxito en la expansión de la frontera agropecuaria y creación de valor social neto; luego fue visto como el ejemplo de la resistencia al cambio de un modelo que se había agotado (con certeza, luego de la Segunda Guerra Mundial) y desde hace poco, en la muestra acabada de una economía que destruye valor en una espiral crónica de estancamiento. Para fin de año, el ingreso por habitante a precios constantes, terminaría siendo el mismo que hace medio siglo. Con un crecimiento promedio de un módico 2,5%, el PBI per capita arrancaría 2021 250% arriba; si lo hubiera hecho a las tasas que otros países de mejor performance alcanzaron (5%), se habría multiplicado por 10. Demasiada diferencia para soñar cuántos problemas que hoy acosan a la economía tendrían solución.
En su lugar, las proyecciones deberán enfocarse en el quíntuple desafío con que se lidiará el ministro de Economía (sea o no Guzmán el que elabore el presupuesto del año entrante) durante lo que queda de 2020: 1) cerrar el capítulo de la renegociación externa para establecer un nuevo paraguas financiero para las grandes empresas nacionales; 2) encontrar la forma en que el tsunami monetario no se haya canalizado por el aumento de precios; 3) que la caída de la actividad formal e informal no arrastre a más gente al desempleo; 4) que los niveles de pobreza no se disparen o al menos tengan una contención adecuada y 5) que las empresas no se dañen tanto como para poder recuperar rápidamente niveles de producción y empleo.
Esto último es lo que el actual Vicepresidente del Banco Central Europeo y exministro de Economía de España, Luis de Guindos, insiste en todos los foros al que lo convocan. Su teoría es que potenciar la reactivación económica sobre el “tejido empresarial” sano es la misión más redituable. En nuestro caso, la pandemia actuó, además, sobre un “tejido social” debilitado por el estancamiento y la descapitalización crónica. Justamente por ello, tendrá menos herramientas de política económica para ponerse de pie: sin crédito, sin mercado de capitales, desequilibrios fiscales de larga data y, sobre todo, sin la convicción para tomar caminos sostenibles, pero de incierto atractivo electoral.