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Los perros del recuerdo

16-4-2023-Logo Perfil
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¿Cómo extraje a mi abuelo Ernesto de los arcones del recuerdo? Aunque parezca una broma inconveniente para estos tiempos, fue gracias, o más bien debido, a los mastines de Milei. Deliberadamente o no, el Presidente quizá sea el mejor discípulo de Duran Barba, que aconseja a los candidatos prescindir en lo posible del uso de la palabra como modo de transmisión del pensamiento, o mejor dicho que la empleen como vehículo complementario: lo importante es mostrar una convulsiva gestualidad y, de un tic a un toc, esconder los rasgos específicos de su pertenencia a la política, como si eso los apartara de la condición humana. “Ver, no escuchar, para creer”, sería la sentencia. Así, uno de los primeros gestos como titular de la Rosada de Macri consistió en sentar a su perro Balcarce en la silla o sillón de Rivadavia. Por su parte, el modo más directo de mostrarse sensible del nuevo presidente es tuitear el destino habitacional de sus mastines clonados, el canil donde los hijos del amo de La Libertad avanzan a su destino de encierro. 

Nadie duda de que Milei quiere a sus perros y todo el mundo sabe que el amor también es una prisión y una forma transitoria o duradera de enloquecimiento que nos extrae del tedio de la cordura. Por amor mutamos, matamos, morimos, perdemos y recuperamos. La pasión por el universo canino de un Milei castigador de colectiveros sádicos o desaprensivos, revela también una visión del mundo alucinante, impulsa tanto al temor como al respeto, en gradaciones distintas según los casos. A mí también me recuerda a mi abuelo.

Ernesto tendía a lo silencioso y adusto, cultivaba una especie de malhumor perpetuo que rehuía las muestras de afecto y esquivaba la sonrisa. Su mujer, la abuela María, lo acusaba de dar nada a su familia y ceder todo al resto. No sé si mi abuelo respondía o callaba. Cuando pude ejercitarme en la observación, comprobé que prácticamente no hablaban entre ellos, y con el paso de los años mi abuelo pareció creer que tampoco era necesario dialogar con sus hijos y sus nietos más allá de lo indispensable. El botón de muestra de esa triste modalidad lo tengo presente en esta escena: almuerzo en la casa de ellos, él sentado a la cabecera, mudo y ensimismado como siempre. De pronto, hace un gesto y gruñe. Mi padre le dice: “¿Qué querés, papá?”. Mi abuelo repite el gesto, parece apuntar con su mandíbula a algo que está en el centro de la mesa. Mi padre se desespera y le dice: “¡Pero qué querés! Hablá, ¿no podés hablar? ¿Qué querés? ¿La ensalada, el pan, la carne?”. En esa pregunta de mi padre suena un pedido angustioso y muy antiguo. Mi abuelo gruñe de nuevo, dice: “¡La sal! ¿Por qué hay que hablar tanto?”.

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Años después, un día le pregunté cómo había sido su infancia, cómo lo había tratado su padre a él, y Ernesto me contestó: “Como un perro. En el campo. Me daba palos en la espalda hasta que me desmayaba”. Así que mi abuelo tomó ese castigo como una ley y gruñó por el resto de su vida.

Los tres últimos presidentes mostraron su amor a los perros. A uno de ellos mejor olvidarlo. Los otros dos, aún peores, fueron hijos maltratados por sus padres y no dejan de golpearnos.