En materia de seguridad, el primer año de los mandatos de Cambiemos en la Nación, la Ciudad y la Provincia de Buenos Aires deja tan importantes luces y como sombras, algunas de las cuales podrían condicionar el de-sempeño en los próximos tres años. Si bien dichas administraciones debieron consumir energía en quebrar la inercia que el problema de la seguridad traía, limitaciones y carencias propias llevaron a una agenda minimalista y gradualista en términos de políticas reales, aunque espectacularmente estruendosa en materia comunicacional.
En efecto, la evaluación de las gestiones en seguridad de Cambiemos debe ser debidamente contextualizada. Desde la recuperación de la democracia, la Argentina se encuentra inmersa en un sostenido proceso incremental de inseguridad. La primera ola de delito y violencia aconteció en los 80; la segunda, entre 1995 y el 2002; la tercera, a partir del 2007. Esto genera una suerte de inercia en la dinámica del delito y la violencia que influye en su evolución –cada crisis (1989, 2001) fijó un nuevo piso– y otra inercia en la degradación de las instituciones del sistema de seguridad y justicia. Romper ambas inercias no es una tarea menor.
Por ello, echó un gran manto de luz que las nuevas administraciones reconocieran el problema y lo incorporaran en la agenda de gobierno al máximo nivel. En un país normal, esto no debería ser un elogio, pero en Argentina –donde la política ha jugado al distraído con la seguridad– resulta un acto digno de destacar. También han sido aciertos importantes medidas como el despliegue de activas políticas de cooperación internacional y de formación profesional de las fuerzas, o la implementación de un programa especial para barrios vulnerables, entre otros. En el terreno de los anuncios, aquellos referidos a la vigilancia y control de la frontera y la inflexibilidad respecto a la corrupción policial merecen destacarse.
Sin embargo, la sumatoria de medidas y anuncios no constituye un plan, y la Argentina necesita uno de transformación de los sistemas de seguridad, justicia y penitenciarios si pretende revertir sostenidamente el proceso de inseguridad descripto. Muchas medidas pueden ser en sí mismas buenas, pero de nulo impacto por no estar insertas en un plan sistémico de transformación. Tal es el caso de la transferencia de parte de la PFA al gobierno porteño.
Ciertamente, si vivimos en emergencia de seguridad, se requiere entonces una respuesta consistente con dicho diagnóstico. Ello implica un gobierno transformador del sistema, y no uno administrador del mismo. En este sentido, si el Código Penal es el mismo, al igual que el Procesal Penal, la ley de drogas, la administración de la justicia penal, la administración penitenciaria, y las leyes orgánicas de las fuerzas de seguridad y policiales, y –por tanto– las condiciones materiales y simbólicas de ejercicio de la función policial, dadas por los mecanismos de control de gestión y de evaluación de desempeño, la carrera, el régimen salarial, etc., entonces, ¿por qué los resultados serían sustancialmente distintos? Si no hay a la vista un plan de reforma estructural de estas cuestiones, ¿por qué los resultados serán muy distintos en el futuro cercano?
Así es como las luces de las gestiones en seguridad de Cambiemos se opacan por las sombras que proyecta la agenda del “no” cambio, las que podrían afectar los años restantes de gestión. Sucede que, en general, una agenda reformista de esta magnitud tiene vida o en el primer año de una nueva gestión, o como consecuencia de una gran crisis. Por ello, el hecho de haber ganado los tres gobiernos más grandes de la Argentina (Nación, Provincia y Ciudad), dispuesto de altísimos niveles de apoyo popular, contado con una oposición fragmentada que no tenía mucha opción más que acompañar, le ha quitado a Cambiemos cualquier excusa para no avanzar en una política transformadora, exponiéndolos a sus propias limitaciones y carencias.
*Politólogo. Ex viceministro de Seguridad bonaerense.